Daniela Catrileo
Un extracto de este texto fue presentado en el Seminario Calzas Largas, realizado en la ciudad de Valdivia en octubre del 2024. La invitación consistía en ofrecer una charla sobre «La poesía como consigna», entendida como potencial político y público. Tomando esa orientación, decidí excavar en el ejercicio poético como encuentro, a partir de retazos de infancia, lecturas y experiencias con la escritura. El resultado fue un texto de cariz oral, sin embargo, aquí presento una escritura extendida y macerada para su lectura.
Los primeros versos: retazos de infancia
Comencé a escribir poesía desde muy niña. El primer poema que recuerdo haber escrito fue una tarea del colegio para el «día de la amistad». Estábamos en unas salas pequeñas, con muebles de madera descascarada y ventanas pintadas con un esmalte blanco para evitar que nos distrajéramos con los movimientos del viento o las aves. Solo importaban la pizarra, el polvo en suspensión de la tiza blanca, la mirada al frente y las sutiles marcas de lápiz grafito que dividían los escritorios compartidos. Por este recuerdo del espacio puedo situar edad y curso, tenía siete años, estaba en segundo básico.
La instrucción era sencilla: regalar una tarjeta hecha con nuestras pequeñas manos a las compañeras de banco, bajo la consigna de la amistad. Pero mi compañera no era mi amiga, y en esos años me complicaba dedicar palabras a alguien por quien no sentía un afecto especial. Las palabras eran importantes, recién comenzaba a modelarlas, recolectarlas y memorizarlas para su escritura. La emoción parecía predominar en mi forma de percibir su impulso; aunque no supiera decirlo de ese modo, lo sentía. Ella no me desagradaba, sin embargo, la amistad para las niñas puede ser un asunto muy serio. Las esquelas, las cartas, las tarjetas tenían un destino elegido, un lugar deseado. Quizás por eso decidí escribir sobre una imagen, aquello que podría representar la amistad. Obviamente, en ese momento no sabía nada de metáforas, elipsis ni versos concretos, sólo intenté escribir algo que impulsara la belleza, la idea de belleza que concebía a esa edad.
Era, por supuesto, un intento de poema escrito por una niña, con versos cursis, signos de exclamación y una obsesión por la palabra «linda» (así también bauticé al conejo que me acompañó en la infancia). Influenciada probablemente por los poemas de los libros escolares, las oraciones del colegio religioso y los buenos deseos de algunas tarjetas conmemorativas que eran comunes por esa época. Sin embargo, lo que recuerdo con intensidad es una de las imágenes que quise transmitir: un tejado cubierto de flores.
¿De dónde proviene esa imagen? Me inquieta esa inscripción como símil de la amistad, tal vez porque me interesa pensar cómo se incorpora el poema en una. O tal como expresa el poeta irlandés Seamus Heaney, de qué forma aparece aquello que excavamos, lo que llevamos enterrado dentro. Puede que su origen sea la casa de mi abuela materna. Un jardín con un árbol abarrotado de limones, un patio bajo la sombra de una parra, plantas de diferentes especies y la experiencia de contemplar el despliegue de sus corolas. Puede que su origen sea el barrio donde estaba ese hogar: más allá de la reja, se alzaba un almendro macizo, cuyas flores de matices blanco y rosa diseminaban una estela de pétalos caídos en los techos vecinos, lo más parecido a la nieve, lo más parecido a la espuma.
Quizás era una imagen suspendida entre lo cotidiano y el rito vecinal. La presencia de aquel almendro ocupa un lugar significativo en mi infancia. Cada vez que su florescencia daba paso a los frutos y las almendras asomaban, el vecino de esa casa convocaba a los niños y niñas del pasaje. Allí, expectantes, rodeábamos el árbol como si fuese una gran piñata vegetal. Él mecía el tronco con fuerza y las ramas inclinadas soltaban sus semillas. Entonces, en un enredo fervoroso de rodillas, tierra y trenzas, acumulábamos en nuestros manos y poleras todo lo que pudiésemos sostener: lo que cabía al interior de un puño y de su tamaño corazón. Luego, machacábamos la doble cáscara del fruto para presenciar y engullir la semilla.
Tal vez era esa la idea de belleza que anhelaba en la amistad, ceremonias mundanas, escenas ínfimas, donde el barrio se congregaba en torno a pequeños acontecimientos que impulsaban el encuentro. El almendro son sus flores cómplices ante la percepción poética.
La consigna: lecturas que impulsan el encuentro
Somos un tejido sensible. Afectamos a otrxs y otrxs nos afectan, como dice el filósofo Baruch Spinoza. Al menos dos ideas se desprenden de ello: la primera es que, por más que lo intentemos, no podemos fugarnos de la existencia en común; la segunda es que tampoco podemos fugarnos de lo que percibimos con y en el cuerpo. Somos abertura de mundo, somos órgano de este mundo. Este acontecimiento dado por el encuentro nos transforma porque afirma una interdependencia, una relación anudada de la que no siempre somos plenamente conscientes. Nos polinizamos: fibras, latidos, memorias. Hebra a hebra, filamento a filamento.
La antropóloga Anna Lowenhaupt Tsing en su ensayo La seta del fin del mundo, escribe que la contaminación es colaboración. Nos dice que «estamos contaminados por nuestros encuentros: estos cambian lo que somos en tanto que damos paso a otros. En la medida en que la contaminación transforma los proyectos de creación de mundos, pueden surgir mundos mutuos, y también nuevas direcciones. Todos tenemos un historial de contaminación: no cabe la pureza». Su tesis principal es que, para la supervivencia, en términos no competitivos, no individualistas, no coloniales ni despojadores, es necesaria la colaboración. «Colaborar implica trabajar a través de la diferencia, lo que a su vez conduce a la contaminación», escribe. ¿Qué tanto nos engañamos cuando creemos salvarnos solxs? Como si la influencia, la prótesis, el tejido no estuvieran allí, incluso muy adentro de nosotrxs. Considero que algo similar sucede con la escritura poética, con el poema. La poesía es, nace a partir de un cúmulo de cuerpos, especies, territorios y sus encuentros. La poesía como creación, como hacer, como artesanía. El poema es voz tuya, voz mía, al unísono.
Retomo el título: «La poesía como consigna». ¿Consigna de qué?, pienso. ¿Lema, orden, directriz? No lo creo. Tal vez sea apenas un tanteo, un intento por el apretón de manos que concebía Celan: «Solo manos verdaderas escriben poemas verdaderos. No veo ninguna diferencia de principio entre el apretón de mano y el poema». Elijo esa acepción del diccionario: «Consigna» como contraseña, es decir, el gesto secreto que nos invita, la revelación que nos impele al acercamiento, en otras palabras: el encuentro. Sí, otra vez la contaminación y el enredo de infancias esperando sus almendras.
A veces parece increíble que, ante el estado del mundo, las crisis, los modelos de destrucción y la celeridad neoliberal, insistamos con algo tan inútil como la poesía, especialmente frente a la solicitud de transparencia y espectacularidad. Y digo inútil de la misma manera en que digo contaminación, desde su belleza más indómita: desde la dislocación del término, desde la otra posibilidad de sus significados. Es inútil porque su calor se resiste, se arranca de todo encorsetamiento; porque al escribir evidencia una falta: usamos palabras que no alcanzan, sabemos que el trayecto es un viaje frustrado, nos incomodamos, nos dilatamos, pero lo intentamos, una y otra vez, a pesar de la herida, a pesar del lenguaje. Al leerla, siempre habrá un «fragmento enterrado», parafraseando a Heaney. El poema es una traducción velada que, de todas formas, nos toca. Es inútil en el sentido inconsumible que la pensaba Pasolini, en su porfía antisistema: «Dicen que el sistema se lo come todo, que lo asimila todo. No es cierto, hay cosas que el sistema no puede asimilar, no puede digerir. Una de ellas, por ejemplo, es precisamente la poesía: en mi opinión, es inconsumible. Uno puede leer miles de veces un libro de poemas y no consumirlo. La consumición la sufre el libro, pero no la poesía». O, como sugiere, Camila Sosa Villada: «Para mi familia no debe haber existido profesión más inútil que la de la escritura. Escribir no da dinero, no compra autos, no construye casas, no se va de vacaciones, escribir no es más que perder el tiempo, lo único que se tiene. La pérdida». El texto poético es materia que no se posee, se detiene y vuelve atrás. Evade los términos pragmáticos, es inútil para quien desea la captura, la inmediatez.
Entonces, la poesía como consigna podría traducirse como un encuentro desinteresado, una manera de arrojarse a esa falta que intentamos cobijar mediante el poema. ¿Cuántas personas estarán, en este preciso momento, leyendo, escribiendo, traduciendo un poema? Conmovidas por el gesto inútil, estremecidas por este tejido que somos, más allá de nosotrxs mismxs, incluso. Porque lo inútil no implica que carezca de calor, que no sea una pequeña hoguera. Un refugio diminuto como los que encontramos en la cima de una montaña, a la que hemos llegado con dificultad, cruzando acantilados, quebradas y puentes movedizos. Un espacio que finalmente nos hace sentir más acompañadxs. Y así, como nuestras percepciones sensibles, nuestras emociones, nuestras formas de conocimiento que van más allá de la razón, que han sido desplazadas por epistemologías sin combustión, reivindicar esa deriva, su maceración, su contraceleridad, se torna nuestra estrategia para encontrarnos. Ese afuera, ese acontecimiento, cuerpo a cuerpo, es también lo que nos convoca poéticamente. Ardemos porque la bruma es densa. La poesía existe porque todavía nos asombramos, porque no hemos abandonado la compasión. Y en ese movimiento, nunca estamos solxs.
Por eso, no creo que nuestra intimidad esté aislada del contexto y el territorio en el que nos situamos. Porque en ese espacio trazamos nuestra experiencia, donde nos enamoramos, crecimos y deseamos. El lugar del que nos fugamos, nos exiliamos. El lugar que soñamos, que odiamos, en el que resistimos, en el que imaginamos. Un poema es también un fragmento de ese mundo, con nuestras propias esquirlas, manchas e intuiciones, porque no se escribe sin un cuerpo. «Y así como no existe un cuerpo sin marcadores sociales, no existe una literatura sin pertenencia», reflexiona Helio F. Garcés en Literatura y raza, apuntando especialmente a quienes, desde su privilegio racial, creen pretensiosamente que su escritura es universal y cosmopolita, sin una identidad reconocible. Como si no tuvieran un cúmulo de señales entrelíneas, tras sus palabras, entre sus imágenes. No se escribe sin todas las recolecciones que albergamos. Todo territorio tiene lenguaje. Nos habla, nos susurra, nos dona su ritmo y voz. Ejercemos relaciones, porque no basta con la contemplación. Ese vínculo potencia que podamos movilizarnos, ir más allá de la comodidad, y zurcir firmemente nuestra conexión con todo lo existente: con el entorno material, incluyendo el temblor y el sosiego. Somos nosotrxs quienes traducimos ese encuentro, quienes tomamos la elección de transformarlo, de responder a la pregunta: ¿y qué escribo con todo lo recolectado? Sean heridas, revueltas, dolores, goces, murmullos.
La consigna-contraseña del poema podría ser la forma de acercarse a ese instante efímero, la invitación a retornar a las brasas como ejercicio sensible, como memoria viva. Volvemos a Spinoza: afectarnos y ser afectadxs. La afectación es la manera en que los cuerpos interactúan y se influyen mutuamente. Dejar que el sufrimiento del otrx nos palpe, el poema como con-tacto. Sentir en estos cuerpos lo que acontece en otrx, entender así nuestra vulnerabilidad: una forma de morar. Alicia Genovese nos dice: «La poesía puede hacer que el yo poético se cargue de matices, no sea un mero pronombre, hable blandiendo una espada filosa o hable desde un capullo de seda como si su enunciación fuese graficada desde un ideograma chino. Puede conformar su voz según la posición subjetiva que adopta quien escribe, según sea su lugar de enunciación». Reverberar, retumbar en aquello que no soy. Escuchar la voz del territorio, la voz de otrx, la nuestra. Ir a esos filamentos urdidos que están muy lejos de ser un discurso, un acto comunicativo, una información, un panfleto. Un poema es diálogo, no monólogo. El poema piensa, el poema siente, en su furia, en su compasión.
Y eso es justamente lo que nos toca pensar, lo que nos toca sentir. ¿Desde qué territorio quiero escribir? ¿A qué flor de almendro me voy a aferrar? Aunque el poema nunca lo diga todo, aunque mantenga su secreto-contraseña, aunque vele su técnica, su artificio, su ficción. Un poema es importante por aquello que quizás no alcanzamos, en su pliegue, en su fuga. Pero, como ya mencioné, una voz tiene un escenario reverberante. No somos seres sin voz, sin sonidos, sin lenguas. Solo tenemos que decidir, en ese equilibrio, en ese arte funambulista, hasta dónde cortar, hasta dónde ir a la médula, qué vamos a oír. Y ese es el gesto político: elegir. Diana Bellessi lo explica hermosamente en un ensayo que también parece un largo poema: «Disminuir las voces altas para dejar oír la pequeña voz del mundo…» Y así bautiza a sus palabras: ir a lo que nadie quiere mirar, escuchar aquello que se esconde, lo que se desplaza. Esa es mi elección del poema como consigna.
Voces y territorios: experiencias de composición y escritura poética
Hay un verso en «Travestidas», un poema que aparece en el primer apartado de Guerra florida: «honrar la ficción indecible / que no podremos escribir». Invoco esas palabras porque en ellas late con fuerza el corazón de ese libro. Deseo ofrecer una grieta para iluminar lo que yace bajo el manto y su proceso de composición. Algo así como señales de ruta. Aunque la poesía merece sus propias derivas, creo que es necesario para el fin de este pequeño ensayo.
Cada cierto tiempo retorno a la lectura en voz alta de ese libro, y mi cuerpo vuelve a contagiarse por su cadencia, es un conjunto que exige su sonoridad. Esto no es azaroso, antes del registro escritural emergió su ritmo. Escribí Guerra florida fragmentariamente entre los años 2011 y 2018. Su arquitectura se despliega en cuatro segmentos: «Revuelta de cuerpos celestes», «Mantra de ofensiva», «Apocalipsis song» y «Posguerra». Su lenguaje sostiene una trama de fondo: la llegada de enemigos colonos a un continente habitado por mujeres y otros cuerpos feminizados. Ante la amenaza, se desata una supuesta guerra. La protagonista y voz principal de los poemas es una guerrera indígena que lucha contra el invasor.
Escogí el título porque evoca un acontecimiento significativo en Abya Yala, es decir, el nombre sitúa un territorio. Sin embargo, el libro no trata específicamente sobre los ritos de «las guerras floridas» en México, aunque sí tejo diversos imaginarios de pueblos indígenas para alimentar el corpus de imágenes resonantes. Es una escritura champurria, es una poética impura.
Durante el año 2011 estudiaba Filosofía. Fue un tiempo convulso, eclosionó con fuerza la movilización estudiantil caracterizada por una serie de manifestaciones políticas en todo Chile. El tumulto colectivo es parte de la banda sonora de ese libro. Una de aquellas noches, en medio de ese fervor, tuve sueños que integraban escenas de la invasión colonial en el continente. Me había quedado dormida estudiando textos que contenían una aproximación crítica al problema de la colonización, principalmente cómo se han narrado y fetichizado los relatos sobre la otredad bajo el binomio de civilización/barbarie[1]. Recordemos la cantidad de animales fantásticos, los delirios sexuales, las acusaciones por herejía; todo el desvío ideológico provocado por la intraductibilidad, saturado de prejuicios y afanes de dominación. De pronto, el mundo que antes existía se acabó y el continente, con sus infinitas formas de vida, se colmó de un lenguaje que clasificaba bajo rótulos de: salvaje, animal, fantástico, indómito, explotable. A esta óptica ideológica me refiero con la ficción indecible, la problematización de las imágenes instaladas en América. Exploro la idea de que la colonización es la instalación de un dispositivo de guerra de imaginarios e iconos. Juego con el exceso de los signos y la transformación insólita de ellos a medida que avanza la ocupación.
Ellos impusieron su propia ficción, cuya administración de la letra estuvo a manos de las empresas de dominación. Nuestra narrativa fue distorsionada. No obstante, quedan esquirlas orales, lenguas, códices, tejidos, signos que parecen astillas, fragmentos que hoy florecen. Nuestra ficción es un manojo de sincretismos, una forma de sobrevivencia de las imágenes[2]. Por este motivo, en ese verso también acuño el verbo honrar: honrar lo que no se pudo decir. Las estratagemas de los pueblos del pasado fueron un gesto amoroso hacia las generaciones del futuro, pequeñas semillas en latencia. Porque más allá del genocidio, tuvieron el ímpetu de supervivencia: escondieron, mezclaron, festejaron, cantaron su epistemología. Así, la impureza se transformó en una de las herramientas de resistencia.
Gracias a esas tácticas, continuamos aquí.
Estos asuntos me implican encarnadamente, pues no solo me sitúo en este continente, sino que sé de cerca lo que significa la herida colonial. Retorno al sueño. Más allá de las imágenes, desperté con un ritmo, una especie de mantra incesante. Poco a poco le fui añadiendo palabras a esa musicalidad. Algo me impelía a registrar apresuradamente y, antes de olvidarlo como tantos otros sueños, acogí el impulso y grabé mi voz en un pendrive. Seguí ese arrebato del cuerpo. Lo repetí varias veces hasta que su cadencia tomó fuerza en los versos. Después, con tiempo, traspasé ese canto al papel y extendí los poemas. Ensayé la lectura en voz alta en diversos lugares antes de que se transformara en un libro. Cada performance me permitía aguzar el oído para editar los versos. Así se gestó gran parte de lo que hoy es el apartado final: «Posguerra», afinando el ritmo a medida que lo tanteaba con mi respiración. Así se impusieron los cortes de versos, la puntuación, los silencios. Y para relevar la influencia de los sueños, preferí mezclar los tiempos y los escenarios.
Por ese entonces, vivía en un barrio céntrico de Santiago, cerca de la calle 10 de Julio Huamachuco y el Parque Bustamante. Durante las noches, el paisaje se transformaba en el escenario laboral para trabajadoras sexuales, especialmente chicas trans y travestis que se mimetizaban con letras de neón y grandes humaredas de cigarro. A veces, de madrugada, después de alguna fiesta o salida a un bar, acostumbraba a caminar sola de regreso a casa. Entonces, caía hipnotizada por sus figuras curvas y centelleantes. Les escribía poemas ficticios donde eran diosas que resistían a Occidente. Fue en esas caminatas donde nació el personaje de la diosa pájara, influenciada por esas mujeres que resplandecían bajo los faros de la noche santiaguina, y cuyas existencias me hacían sentir acompañada de vuelta al hogar, tal vez, como si fueran mi propio oráculo.
Trabajé años en ese corpus, abandonándolo y retomándolo para reescribirlo, extenderlo y armar algo que pudiera convertirse en un libro. Con el tiempo, se sumaron varias lecturas que lo nutrieron, especialmente textos sobre teoría de la imagen y la contraépica del Poema de Chile de Gabriela Mistral. De esta manera, el libro fue adquiriendo un tono más narrativo de ficción, sin abandonar su forma poética. Terminé la escritura durante el verano del año 2018, casualmente en el mismo territorio en el que ahora habito, Valparaíso. De hecho, me dediqué a su edición en el Café República Independiente de Playa Ancha, en mi barrio actual.
Pienso que, en parte, Guerra florida es un libro colectivo. Su existencia tiene diversas colaboraciones que impulsaron su viaje alucinado. Pero también tiene desplazamientos audiovisuales; antes de su presentación grabamos un videopoema en la calle 10 de Julio Huamachuco con las artistas mapuche Neyen Pailamilla y Seba Calfuqueo, quienes asumieron los personajes de la guerrera y la diosa[3].
Aquel conjunto es parte de lo que soñé en mi juventud, bruñido por la escritura, por el ritmo poético. Guerra floridaes también una ficción sobre cómo lo sucedido con la invasión puede ser alterado; hay infinitas formas de dislocar el relato colonial. Al menos en esas páginas, al margen de la historia oficial, hay una diosa travesti dispuesta a no abandonarte. Ese cuerpo me basta, ese cobijo es suficiente como encuentro.
Cada vez que leo esos poemas, retorno y me sumerjo en su atmósfera, intentando entender el impulso, el arrojo. Del mismo modo que me interrogan los primeros versos del tejado con flores de mi infancia. La poeta mapuche Viviana Ayilef señala: «No podemos escribir poesía en la flor sin señalar la sutileza de sus pétalos cuando van despertando. Cuando ganan color, cuando entregan su aroma. No podemos mencionar esa flor sin decir la arrancaron […] La información en destellos conduce al regreso. No se trata de una flor, se trata de nuestra historia. Por eso no podemos decir frescamente «es poesía nomás», no queremos». Hasta el delicado movimiento de las flores puede encarnar una memoria de resistencia, un gesto político. Me interesan esas estratagemas sensibles para compartir la experiencia, la memoria. La forma en que elegimos escribir: la arrancaron, el modo en que aparece en el lenguaje. Y allí, contaminadas con el secreto del poema, con su contraseña y opacidad, otra abertura germina, la hendidura por donde nos posibilitamos leer.
Tal vez la poesía sea compartir, en un verano de cosecha, un puñado de almendras.
Daniela Catrileo (Santiago, 1987). Ha publicado los libros de poesía Río herido (Edicola, 2016), Guerra florida (Del Aire, 2018), El territorio del viaje (Archipiélago, 2017; Edicola 2022), Las aguas dejaron de unirse a otras aguas (Pez Espiral, 2021), Todas quisimos ser el sol (Las Guachas, 2023) y Retornar para encontrar la semilla (Ausencia, 2024). El libro de relatos Piñen (Pez Espiral, 2019; Las Afueras 2022), la novela Chilco (Seix Barral, 2023) y el ensayo Sutura de las aguas. Un viaje especulativo sobre la impureza (Kikuyo, 2024). Forma parte del Colectivo Mapuche Rangiñtulewfü y del equipo editorial de Yene Revista.
[1] Me encontraba leyendo las cartas de Cristóbal Colón, fragmentos de La conquista de América: el problema del otro de T. Todorov y La Guerra de las Imágenes. De Cristóbal Colón a Blade Runner de S. Gruzinski.
[2] Me refiero especialmente al concepto de nachleben trabajado por A. Warburg y posteriormente por G.Didi-Huberman.
[3] Ese registro audiovisual puede visitarse en: https://www.youtube.com/watch?v=SP1KNx7ZagI


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