Abismarse a la maldad interior. A esta misma hora de Maivo Suárez

Cristofer Vargas

Lo que hace la literatura es lo mismo que un fósforo
en medio de un campo en mitad de la noche.
Un fósforo no ilumina apenas nada,
pero nos permite ver cuánta oscuridad hay a su alrededor.
William Faulkner 

La capacidad que tiene la literatura para estremecer es algo que me ha fascinado desde la adolescencia, en mis inicios como lector. Lo que se siente al leer por primera vez un cuento como «La verdad sobre el caso del señor Valdemar» de Allan Poe o «La gallina degollada» de Horacio Quiroga es interés y fascinación. Ya sea desde el horror o el deslumbramiento, cuando leemos lo hacemos con el cuerpo entero: la respiración, el ritmo cardíaco, el sudor en las manos, el pulso al sostener el libro, son parte de estos afectos y efectos desplegados en la intimidad de la experiencia de lectura. 

Me interesa este tipo de libros que exploran los límites de la representación y su relación con los lectores desde diferentes aristas. El año pasado, entre varias lecturas que trabajan el horror o el desacomodo como elemento estético central, di con A esta misma hora (Kindberg, 2024) de Maivo Suárez. Coincidieron con ella El asesino de chanchos (2014) de Luciano Lamberti y El lugar donde mueren los pájaros (2021) de Tomás Downey; las novelas Mientras agonizo (1930) de William Faulkner, La carretera (2006) de Cormac McCarthy, Sobre los huesos de los muertos (2009) de Olga Tokarczuk. Cada una de estas lecturas, a su modo, pone el foco en lo estremecedor de la complejidad humana.

Luego de la publicación de Sara (Kindberg, 2019), Maivo Suárez nos trae una historia oscura que aborda una temática compleja como la pedofilia y el abuso sexual infantil que nos interpela como lectores y nos hace mirar el asunto de frente.

Maldad y ambigüedad moral

El motor de la novela es el viaje de Ana, una estudiante de Derecho que visita a su prima Rosa en un pueblito al interior de la provincia Argentina. La protagonista busca saber más sobre la vida de su hermana Blanca, quien murió al otro lado de la cordillera. Poco se entera de ella y, al contrario, se interna en una atmósfera de secreto y misterio que vamos construyendo junto a la protagonista. Pistas y detalles nos adentran en un enigma de proporciones mayores. Al poco avanzar las páginas del libro, nos enteramos de que han hallado el cadáver de una niña en un embalse. Gracias al hábil tratamiento con que la autora trabaja la verosimilitud y la naturalidad del mal, este hecho abre una trama que, hasta la última página nos mantiene perplejos.

El estilo narrativo de Suárez es preciso, evocador y oscila entre la mirada argentina y chilena, con un lenguaje que se siente local y universal a la vez. La autora elige la tercera persona focalizada para sumergirnos en sus personajes. En cada capítulo trabaja desde la mente de alguno de ellos, alternando perspectivas. Esto, sumado al estilo indirecto libre, nos permite entrar y salir de sus puntos de vista para armar el puzle con los secretos y la información que cada uno de ellos maneja.

La habilidad de la autora para retratar los pequeños gestos y los espacios cotidianos, otorga una profundidad emocional que amplifica el impacto de las acciones en el desarrollo de la trama. Así es como la novela se abre con un golpe directo: estamos en la mente de un pedófilo.

«El hombre apretó el volante apenas divisó a la niña caminando por la berma. Era domingo, casi no había autos en la ruta y él iba lento. Por unos segundos dudó entre presionar el acelerador y salir arrancando o detenerse. ¿Cuántos años tendría? ¿Nueve? ¿Diez? Un regalo adelantado; en una semana todo el pueblo estaría en Navidad. (…) Frenó del todo y se estiró por encima del asiento para abrirle la puerta. Mi nueva copiloto, se dijo, hambriento, controlando la ruta por el retrovisor: no se veía ningún auto. Esperó a que la invitada se sentara y, sin dejar de mirarla, retomó levemente la marcha, apretando el cubrevolante acolchado, sintiendo en las yemas la textura aterciopelada de esa parte interior de los muslos. Unos muslos blancos, recién estrenados. Una inyección de sangre nació en la punta de sus dedos, subió por los brazos, explotó en el pecho y bajó como un torrente. La tela de los jeans se estiró en la entrepierna. El bulto del hombre comenzó a hincharse.» (p. 11-12) 

El punto de vista es coherente con la idea que nos podemos hacer de un pederasta. La elección de esta perspectiva resulta en un acierto, ya que la cercanía de lo representado logra accionar un juicio de valor sobre nosotros como lectores. Sin embargo, lo interesante es que esto no se desarrolla solo desde la obviedad de la maldad explícita y lo grotesco, sino que, en el transcurso de la novela se pone énfasis en la totalidad moralmente ambigua de sus personajes. 

De esta forma, otras maneras de representar la perversidad en un grado diferente al de la pedofilia, pasan por subtramas relacionadas con la gordofobia, el clasismo naturalizado, la aporofobia, el despotismo político o la invisibilización de las infancias. En definitiva, un pequeño pero contundente muestrario de distintos actos de crueldad promovidos y aceptados socialmente. Esto vuelve a los personajes sospechosos, uno va y viene con facilidad de la empatía a la aversión.

La exposición de esta ambigüedad despoja a los personajes de una justificación para su maldad. No hay un pasado traumático o algo que explique argumentalmente el motivo de su inclinación, situándola a un nivel de naturalidad que permite verlos como personajes complejos que no pueden desentenderse ni justificarse por sus actos basándose en una causa exterior. En este sentido, la perspectiva que elige la autora permite precisamente poder hablar de la maldad interior de los personajes y, luego, desde otra forma de interioridad: la familia. 

Crítica de Cristofer Vargas Cayul a «A esta misma hora» de Maivo Suárez

 Secreto y tensión: el arte de omitir

Uno de los puntos más sobresalientes de A esta misma hora es el manejo de la información. Suárez utiliza el vacío textual y la pista para generar la tensión de un thriller que nos mantiene agarrados al borde del asiento, recordando a los mejores momentos del género policial. La autora lanza la pregunta y retrasa la respuesta mediante giros y distintas formas a través de las que dosifica la información. En este sentido, somos invitados junto a los personajes a armar un mosaico cuyas piezas están desperdigadas. Los objetos aparentemente insignificantes y los detalles inadvertidos cobran un peso crucial a medida que avanza la historia. Cada revelación es un golpe que redefine lo que creíamos saber, desarmando nuestras expectativas sobre los personajes y la trama. 

«Apenas salió del dormitorio escuchó la gotera. La llave del lavaplatos. La canilla vendada. La expresión le dio risa. La claridad de la luna se filtraba por la ventana. Buscó un vaso y dejó correr la llave del agua un rato. Cuando comenzó a salir fresca, lo llenó y lo bebió mirando el huerto. Los primeros días se había imaginado, ilusamente, azadón en mano, rastrillando la tierra. Buscó con la mirada el sector de los almácigos. La ventana de Severino proyectaba un amarillento haz de luz; estaría desvelado por el calor, igual que ella. Unos perros ladraron a lo lejos. ¿Qué hora sería? Un zancudo le pasó cerca de la oreja, trató de espantarlo con las manos, entonces lo escuchó.» (p. 89) 

Entre algunos procedimientos mediante los que Suárez administra la información, se encuentran la mentira total o parcial, como también formas selectivas de ignorancia con respecto al tabú que supone hablar y representar el abuso sexual infantil. El secreto, en este sentido, es un elemento estructural que opera como una forma de conocimiento que condiciona el desarrollo de la trama, en tanto que esta, como refiere Piglia en Secreto y Narración: tesis sobre la nouvelle (2006), se construye en torno a quién y qué es lo que se sabe: «A veces el narrador sabe lo que sabe el lector, pero no lo que saben los personajes, a veces un personaje sabe algo que otro no sabe, y sobre esto se construyen las redes y relaciones que conforman las intrigas». 

La lectura de A esta misma hora se vuelve un doble juego de lectura-elucubración en búsqueda del detalle, el desvío y la pista; la gitanilla, el dibujo, la baldosa, la evidencia y el manejo parcial de lo que se sabe, tanto para el lector como para los personajes, producen el efecto del espectador que mira el acecho de lo inevitable. Como ver que el asesino se acerca a la puerta tras la cual se esconde la protagonista del slasher, cuando desde nuestra butaca nada podemos hacer más que mirar hacia otro lado, o cubrirnos la vista con las manos para seguir viendo de todas formas entremedio de los dedos. Tal es la capacidad de la autora para mantenernos horrorizados y expectantes ante el desarrollo de las intrigas.

El malentendido, la suposición, y la confusión también participan en esta red de omisiones. La escritora orquesta todos los instrumentos al mismo tiempo y ejecuta la pieza con gran precisión. La instantaneidad que logra Suárez al atar cabos, ilumina una constelación de sentido que nos lleva al asombro, al descubrimiento y a lo escalofriante.

La ansiedad como motor de la imaginación

Una característica interesante que se trabaja en Ana, la protagonista, es su trastorno de ansiedad. Sumado a los vacíos de significación, esto deja entrever la idea de que el pensamiento humano tiende a lo abyecto, la paranoia y la catástrofe. En la novela, esto se articula como un catalizador mental que escenifica la tensión que atraviesan los personajes: «lo intento, pero siempre que acallo mi cerebro, termino pensando en la muerte de mi hermana o en la pobre chica del dique» (p. 96). Acá, la relación entre el fantaseo y la escritura alcanza otra vez una dimensión metaliteraria al aunar el proceso de lectura con las conjeturas imaginativas de Ana.

«Entonces ella, mirando concentrada la bola de helado, le preguntó si alguna vez había tenido pensamientos raros. Lo preguntó con calma, los ojos fijos en las pasas al ron. ¿Pensamientos raros? ¿Qué tan raros?, se preguntó él, sosteniéndose con la mano libre el mentón, como para ganar tiempo. Miró a lo lejos, a la escultura de pino seco de la plaza. 

»—Che, dejame pensar. ¡Ya sé! Me acordé de un pensamiento raro: la primera vez que tomé a un bebé en upa. «En brazos», corrigió ella, —Sí, eso. 

»Le contó que el bebito chillaba como si lo estuvieran matando, entonces él se paseó por la casa, pero lloraba más y más fuerte, te juro, tan fuerte que me desesperé y me vi lanzándolo contra la pared, deseando que rebotara una y otra vez como una pelota hasta que reventara y, hecho una bola de sangre y carne, se quedara mudo. 

»Ana sacó la mirada del helado, abrió la boca, congeló el gesto. Él lanzó una risotada hasta atorarse. 

»—Es un chiste, te estoy cargando— ¿No querías pensamientos raros, nena?—. Lo leí en un libro, un personaje se imaginaba eso.» (p. 92)

Esta pregunta resuena de fondo, implícita: ¿alguna vez has tenido pensamientos raros?, ¿qué tan raros? En la novela, el pensamiento no está estrictamente sometido a la moral: es un espacio sin borde, donde los personajes pueden juzgar la realidad sin reparos. La naturaleza de estos pensamientos lleva a la protagonista a cuestionar su normalidad, lo que conlleva, para el lector, el cuestionar la naturaleza del mal y el potencial que los personajes muestran para pensar y actuar desde la perversidad. «Todos intentamos parecer normales» (p. 94), dice Ana en algún momento, comenzando a aceptar el carácter banal y común de la oscuridad destructiva que habita el alma humana.

Un canario en la mina 

La relación entre perversidad, moral y literatura es atávica. Algunos han visto en las representaciones del mal una función didáctica, a través de la cual instaurar una idea normativa como puede ser la representación del infierno para el cristianismo o la tragedia del exilio para el transgresor del tabú griego. Sin embargo, otros autores han hecho de la representación del mal un trabajo estético que no busca edificar directamente desde el discurso, o al menos que no dice «esto es lo bueno y esto lo malo» de forma explícita. 

La escritora rusa Anna Starobinets, al referirse a los lectores y escritores de literatura distópica, propone que ambos desempeñan la función de un canario dentro de una mina: los mineros solían llevar estas aves a las faenas para detectar la presencia de dióxido de carbono o metano; si el canario moría o mostraba signos de malestar, era una señal de peligro inminente, alertando a los mineros para evacuar. Desde la perspectiva de Starobinets, el escritor no busca establecer moral, solo decir: oye, acá hay algo. Da aviso, representa, da un marco para hablar sobre aquello que no se habla. Este tipo de representaciones funcionan como alertas sobre peligros, injusticias o tendencias emergentes y desempeñan un papel crucial en la conciencia y reflexión colectiva.

Si bien A esta misma hora no es una novela distópica ni mucho menos de terror, sí logra la puesta en alerta que produce el género según Starobinets, y es quizá un efecto doble, ya que, lo que sutilmente muestra la novela de Suárez, es la evidente continuidad entre realismo y horror en el mundo actual. De esta manera, la autora aborda la temática no tanto desde la denuncia directa, a la manera que lo haría una tesis, sino que, apuesta por la ambigüedad formal para a partir de la incomodidad del lector avisar del peligro. 

En este sentido, podemos hablar de una «escritura en negativo», término acuñado por George Bataille en La literatura y el Mal (1957). La transgresión sobre la representación del ideal cultural, de esos acuerdos morales que omiten y ocultan los casos de abusos, pone en evidencia estos efectos, deja entredicho el peligro de aquella “estupidez protectora” que ignora selectivamente los actos de maldad de los que somos testigos (Salecl, 2021), y que, en última instancia, se articula como la condición para perpetuar la impunidad y la reproducción de lógicas que causan sufrimiento y deshumanizan al interior de las estructuras sociales en las que nos desenvolvemos. 

Bajo este marco social, la autora trabaja con la idea de la familia como otro tipo de interioridad. La familia, ese espacio que suele asociarse con la protección y el cuidado, se revela aquí como «el nido de las perversidades», al decir de Simone de Beauvoir. En palabras de Suárez, «la casa es un reducto de acuerdos morales que encubren prácticas de violencia y maltrato». Este enfoque revela lo contradictorio con respecto a la idealización de la institución social que, lejos de ser contraria e inmune al mal, lo alberga, reproduce y perpetúa, exponiendo una realidad doble en su valor moral. 

Esta lógica de ocultamiento y doble moral no se limita al ámbito familiar. Desde la mirada del escritor Álvaro Campos en sus Diarios (Laurel, 2021): «En ninguna otra época de la historia como en la nuestra hubo tanta gente deseando parecer ser buena». El autor lo atribuye a una pulsión inconsciente, mediada por las tecnologías del presente, más que a una ética fríamente razonada. Entonces hace sentido que en este momento seamos espectadores de un genocidio explícito por redes sociales, por mencionar solo uno de los horrores más evidentes de la época. Lo que pareciera decir Campos es que el deber moral en la actualidad responde más al algoritmo, a la liviandad de un hashtag bien intencionado, que a una reflexión consciente sobre el rol propio y las causas de fondo que permiten que crueldades como esta se perpetren con impunidad. 

Teniendo en consideración la tendencia actual al encubrimiento de las prácticas de abuso y poder, es evidente que la posibilidad para nombrar al mal es limitada. En este sentido, la mirada que la literatura y la representación estética alcanzan con respecto al uso de materiales excesivamente impactantes como el abuso sexual, evidencia lo obviado detrás de la ficción. El valor de este punto de entrada no es el de la transgresión en sí, sino que refiere al efecto y al potencial que tiene la representación literaria para mostrar qué hay tras la incomodidad que producen tales representaciones, y qué es lo que evidencia esta exposición excesiva del mal, pensando, por ejemplo, en «El niño proletario» (1973) de Osvaldo Lamborghini.

Con relación a esta ambigüedad moral, la escritura en negativo corrobora la contradicción en los discursos sobre el status quo. El asombro y la incomodidad frente a la naturalización del mal que provoca la novela sostiene un cuestionamiento frente a ese orden.

La escritura traspasa el pensamiento que pretende expresar, lo excede. La literatura no es inocente, sino que es un elemento con el potencial de desarticular el orden de lo moral-normativo, afectar los sistemas de representación asociados a lo que es aceptable y lo que no lo es. El mal que la literatura expresa posee para nosotros como lectores el valor de ser una serie de producciones y efectos que reordenan el mundo. Estas representaciones se hallan más allá de lo moralidad y, sin embargo, no carecen de moral, sino más bien, en su funcionamiento negativo, exigen la constitución de una «hipermoral»: ver tras las estructuras aparentes de lo bueno o lo normal; desmantelar, para el caso de la novela, la condición de impunidad y secreto que posibilitan la reproducción de la violencia en los cotidianos.

Si, como dice el epígrafe de Faulkner, la literatura es un fósforo en la oscuridad, esta novela nos muestra cuán vasta es esa oscuridad. A esta misma hora funciona como una advertencia sensible frente a lo que se oculta en la vida social y familiar. La novela de Maivo Suárez no sólo tematiza el abuso, el secreto y la maldad con una escritura precisa y contenida, sino que nos fuerza a convivir con ellos. Leerla nos obliga a mirar el mal sin el consuelo de una explicación, sin la fantasía de su lejanía, porque los personajes no son monstruos, sino personas comunes, y ahí radica lo perturbador. En un mundo donde el horror se administra como espectáculo o se banaliza como lugar común, A esta misma hora nos devuelve como lectores la posibilidad de hacer del estremecimiento un ejercicio del pensar.


Maivo Suárez (Talcahuano, 1964). Escritora chilena-argentina, Licenciada en Trabajo Social (UBA, 1987) y Diplomada en Edición y Publicaciones (2013), Universidad Católica de Chile.
Ha publicado el libro infantil Entre dos casas (2018; Editorial Libresa, Ecuador); las colecciones de relatos Lo que no bailamos (2016, autoeditado; 2022, Provincianos Editores) y Ambiente Familiar (Ediciones de La Lumbre 2022), este último traducido y publicado al inglés en 2023 como Familiar setting, por Austin Macauley Publishers. Sara, su primera novela, recibió el Premio Municipal Juegos Literarios Gabriela Mistral en 2017, en categoría novela inédita. Fue publicada en 2019 por Editorial Kindberg, y en 2023 por la editorial argentina Caballo Negro.
En 2024 publica su segunda novela A esta misma hora, por Editorial Kindberg.

Cristofer Vargas Cayul (Santiago, 1993). Fue becario de la Fundación Neruda en 2015 y obtuvo el primer lugar en los Juegos Literarios Gabriela Mistral 2019, mención cuento. En 2021 publicó la novela Iluminación artificial (Provincianos editores). En la actualidad imparte talleres de escritura narrativa. 

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