Andrés Montero (Santiago, 1990) saluda sonriendo, acepta un café y se sienta. Estamos en el Espacio Literario de Ñuñoa, dándole la espalda a la sección de literatura chilena. El lugar es cómodo para apuntar o intentar pillar con la mirada los libros y autores que aparecen en la conversación. Este también es el sitio que se adapta para las sesiones de cuentacuentos que a veces organiza el Espacio.
Andrés, justamente, participa de esos dos mundos. Es un autor y contador de historias, ejercita los registros de la oralidad y de la escritura. Es un gato de Schrödinger en la caja de la literatura chilena: escribe y narra, una de las dos cosas, solamente cuando alguien levanta la caja se sabe en qué está en tal o cual momento. Es una de las cosas que hace a su trabajo un objeto curioso al que acercarse. Esa doble militancia se nota: puede hablar con certeza e interés de teoría literaria, sabe encajar los acentos, los énfasis y los tonos de su voz con amabilidad y disposición.

El año en que hablamos con el mar (La Pollera, 2024) es su novela de más largo aliento. Aunque hay un error en ese enunciado: en verdad es su novela más larga publicada. Con una mezcla de entusiasmo y nostalgia, comenta que ha escrito una novela de temática medieval y otra ambientada en 1973, enfocadas en un público juvenil, que alcanzan las quinientas páginas cada una, pero que no considera que le hayan quedado tan buenas.
Más allá de las extensiones como anécdota, está la oportunidad que le da el mayor número de páginas para alcanzar a desarrollar un relato que se toma su tiempo. Dos mellizos, uno que se quedó en su isla natal, otro que salió y no volvió hasta cincuenta años después. Hasta ahí, lo que se puede encontrar en cualquier contratapa. Lo que va desenvolviéndose poco a poco es una historia sobre la potencia de distintos soportes para compartir la experiencia, con sus dificultades. Oralidad y escritura se separan y se complementan para hablar de las formas de jugar a delimitar voces y deseos individuales y colectivos.
A veces se te describe como un escritor que trabaja lo rural. ¿Te acomoda? ¿Crees que es una descripción acertada de tu trabajo? Si no, ¿cuál es el objeto que dirías que está en el centro de tu obra?
Es una buena pregunta, porque me parece que es algo que lleva a confusión. Una vez en México recuerdo que publicaron una entrevista –es típico que en una entrevista uno dice cosas y al final te agarran un titular que no es justo lo que tú crees, pero eso pasa siempre– en que decía «soy un escritor campestre». Yo no recuerdo haber dicho nada parecido, seguramente dije algo como que me gusta el campo.
No creo que sea muy acertado, porque en realidad lo que me interesa no es lo rural. Taguada, por ejemplo, es una novela que parece rural porque es un contrapunto que ocurre en el campo en 1830. Obviamente tiene una parte ahí, pero la mitad del libro pasa en Santiago. Lo que tiene sentido es que la oralidad, que viene a ser la materia prima con la que trabajo, pareciera estar más viva en lo rural. Por lo tanto, cuando yo busco espacios donde las historias que me interesen puedan existir, efectivamente es en lo rural donde esas historias tienen más espacio para desplegarse. Entonces, diría que lo que define mis libros no es lo rural, sino aquellos lugares donde las historias tienen más espacio. Tony Ninguno no es rural, es un circo que se encuentra en todas partes, y termina en la capital, pero así y todo queda la sensación de que es algo rural porque hay gente contando cuentos y gente escuchándolos y eso se asocia al campo. La muerte viene estilandoes claramente un libro rural, aunque parte también en la capital y El año en que hablamos con el mar también parece un libro rural porque está en una isla, que es lo que permanece, pero unas ochenta páginas suceden entre Barcelona, Buenos Aires, Santiago de Chile, Concepción –aunque no está mencionada con ese nombre–. Entonces, definir lo que hago como rural me parece reduccionista.
Tu punto de entrada a la ficción, entonces, tiene que ver más con las formas de contar que con objetos particular.
Sí, tal cual.
Y respecto de esa forma, ¿cuáles eran los desafíos que pensaban en torno a ella? ¿Son los mismos que ves ahora?
Bueno, a mí me gustaba escribir desde chico y estaba como en esa búsqueda. Empecé a contar cuentos también y a meterme en ese mundo de escuchar, de ver qué es lo que pasa. Entonces, el desarrollo fue paralelo. Cuando voy buscando la forma de la escritura también estoy buscando mi forma de narrador. No creo que haya llegado todavía a ninguna de las dos, pero sí creo que encontré un camino. De lo que sí me di cuenta fue de que en la forma de lo oral había espacio para elementos formales que son muy difíciles de encontrar en la literatura, por ejemplo, en los silencios, en las pausas y en otras cosas que definitivamente no tienen lugar, como la mirada. Es muy difícil incluir eso, la mirada física, quiero decir. Lo que he intentado hacer es observar a los narradores, observarme a mí mismo también cuando cuento, observar lo que le sucede al público y tratar de pensar que el lector es un público que no quiere perderse en el camino de lo que le están contando. Si fuera algo oral, no podría volver atrás, porque eso es performático, está pasando ahí y no va a volver atrás. La forma literaria que he ido encontrando tiene que ver con lo que pasa en un escenario contando cuentos, en una sala de clases, en una fogata, parte de mi experiencia y también de la observación del otro. Más que en la forma de otros escritores, me he fijado en lo que hace la gente cuando cuenta algo oralmente, aunque obviamente también está presente lo literario, por supuesto.
Quedándonos con eso último y en ti como lector ¿encuentras algo de lo que estás haciendo o buscando en otros proyectos narrativos actuales?
Esto que te voy a responder lo estoy pensando hace muy poco. Existe una teoría del decrecimiento, una teoría entre social y económica, que propone que el mundo no tiene que crecer, sino que al revés, debe decrecer, ser menos. Me he estado metiendo mucho ahí, porque me hace sentido, y entonces me he dado cuenta de que hay algunas propuestas literarias que, aunque no hablan de eso, uno puede notar que están buscando eso en un pasado que no es primitivo ni ideal, sino que un pasado reciente, como los sesenta. Obviamente tiene que ver con una crítica al capitalismo y a la forma actual de relacionarnos. Desde ahí, siento muchos ecos con distintos escritores, en Chile puedo mencionar a Cristian Geisse, a Roberto Castillo, siento que compartimos imágenes de mundos.
¿De mundos decrecidos?
Sí, hay una propuesta de mundos donde tienen mucha importancia, por ejemplo, las relaciones personales, la palabra del otro, los tiempos largos de diálogo, de espera, y eso muy poco del siglo XXI. Como que está un poquito más atrás y por eso a veces parecemos escritores que están volviendo a un mundo perdido y nos critican –especialmente a mí– por nostálgicos, que algo de eso puede ser. Creo que hay otras autoras de otras partes, como Sara Mesa de España o Mariana Travacio en Argentina, mundos literarios que andan por ahí buscando unas teclas parecidas.
Mencionas un factor como «las formas de confianza». ¿Esas no tienen tanto espacio en lo urbano?
Tienen más en lo rural o también en espacios urbanos más pequeños. Por ejemplo, el último cuento de La muerte viene estilando pasa en una ciudad chica, de unas treinta mil personas. Puede parecer rural, pero es un mundo urbano. Volviendo al decrecimiento, la propuesta de algunos teóricos es tener comunidades humanas que no sobrepasen esas cantidades de personas. Son ciudades que tienen banco, escuelas, hospitales, pero todavía son un espacio donde uno camina por la calle y se encuentra con gente conocida y se saluda: ahí nacen las formas de confianza. Eso pasa también en algunos barrios, por ejemplo. Aunque no lo he hecho todavía, mi literatura calzaría perfectamente bien en un barrio urbano, en una población, estaría en ese mismo lugar. Por eso digo que lo rural no es lo importante, sino la comunidad.
En ese sentido, uno podría hablar como de una poética del cahuín, ¿o no?.
El cahuín, por ejemplo, funciona muy mal en una ciudad grande. Quizá con las redes sociales parece que hay cahuines, pero en realidad son verdades muy expuestas. El cahuín tiene algo un poquito más secreto, más de la historia, del «siéntate, que te voy a contar». X no permite eso, pero en las comunidades pequeñas el cahuín existe: yo viví un año en La Unión, que es una ciudad de veinticinco o treinta mil personas, que no es tan chica, pero el cahuín está todo el rato. Todos saben que el vecino no-sé-qué, se dicen cosas, hay rumores. Yo creo que el cahuín, no exclusivamente en Chile, es una de las formas narrativas más interesantes que tenemos, al menos en este lado del mundo. Y en esta última novela, especialmente, lo traté de rescatar.
Eso quería comentar. En El año… están estos dos hermanos peleados mientras el pueblo quiere saber qué pasó. Y la verdad no se las van a contar, sino está en el diario de Jerónimo, que viene regresando. Recuerdo un par de momentos en que está ese gesto de invitarlos al bar para que cuenten qué pasa. Pero Jerónimo es reacio porque viene de otro lado.
De otro mundo, porque él en el fondo es un español. Cincuenta años en España pasó Jerónimo, entonces no le va a ir a ventilar su vida a gente que acaba de conocer. Pero esa gente sí quiere saber y cahuinear y claro, el bar es el espacio del cahuín, donde alguien va a quedar mal, va a quedar como descuerado, van a hablar mal de él. Pero no siempre es así: el cahuín se asume como algo súper peyorativo y negativo, aunque, en verdad, lo más lindo que tiene el cahuín es que es un espacio de encuentro. Es el momento en que salen los matecitos, el tecito, el vinito, y se crean relaciones también. Y donde a veces el pelado, el que fue cahuineado, de quien se habló, tiene oportunidad de ir también y pelar a otros, o defenderse y demostrar que lo que están diciendo no era tan cierto.
Parte de eso se vincula con esto que aparece de «el orden de la fiesta»: en una fiesta debe tener su lugar la conversación, se debe preparar el ambiente para eso. El alcohol y la comida permiten potenciarlo, alargarlo.
Eso tiene que ver con que en Chile el cahuín o la conversación media profunda, a veces ocurren de improviso, y eso es genial. O si no, ocurre cuando está como pensado: una vecina llama a otra vecina y le dice «vecina, venga que le tengo un cahuín», y parte a poner agua en la tetera, pone dos tacitas, a lo mejor saca una galleta, un pancito para sentarse y para tener el rito de la conversación. Ese es el espacio que en lo urbano es difícil encontrar, que no es que no exista, pero es más difícil que en lo rural. Allí hay más tiempo y más espacio para ese rito de dos amigos o vecinas conversando de otro vecino, que también es una fiesta, igual que cuando se junta la comunidad entera.
Antes me mencionabas al paso algo sobre las críticas a tu obra, sobre cierta nostalgia que habría en ella. ¿Cómo te llevas tú con esa crítica? ¿Con la idea de la crítica o esas ideas que ven en tus textos?
Me parece que en Chile tenemos menos crítica de la que deberíamos. Es un diagnóstico bien extendido. Pienso también que los escritores no se pueden enojar por las críticas. Es como creer que la hueá es contigo y olvidar que están hablando de un libro. Yo nunca he sentido que alguien tenga algo contra mí. A lo mejor contra los libros que escribo, pero contra mí no. Yo tengo que ver lo que dicen de los libros y hablar desde ahí, en un espacio que no tiene nada que ver con las relaciones personales. Hay que separar eso.
Yo me llevo muy bien con la crítica, en el sentido de que reconozco su importancia y la echo de menos cuando no está. Por ejemplo, del tema de la nostalgia, creo que algo de eso hay, aunque yo trato de contraargumentar desde la crítica misma, desde lo que se dice en un texto y no de lo que creo que se puede decir. Lorena Amaro hizo una crítica sobre La muerte estilando que tituló «Los riesgos de la nostalgia» y casi todo el texto iba sobre eso. Tenía muchos puntos y yo lo reconocí, me hizo pensar. A mí me sirve, creo que al público lector también. Lorena como crítica me parece un gran aporte. Pero eso no quiere decir que esté de acuerdo con todo lo que dice. Por ejemplo, creo recordar que mencionó que la nostalga es que «el motor de la obra de Montero». Está haciendo una generalización de toda una obra a partir de un solo libro. Entonces, me parece que si va a hablar de la obra, tendría que leerla y ponerla en relación. Lo pongo como ejemplo del lugar desde el que yo creo que se puede contracriticar y dar lugar a un debate.
Esa idea de nostalgia podría tener que ver con cierta asunción de lo que tú estás contando, está encerrada en un pasado. Si uno se acerca a El año…, claro, las formas de vida pueden parecer un tanto arcaicas, en el fondo, pero el tiempo es presente total.
Claro, porque tiene que ver con la pandemia. O Taguada por ejemplo, que cuenta un contrapunto entre un rico y un pobre, uno cristiano católico y el otro mulato; ese es el mundo y parece algo súper arcaico. Esa novela se publicó un mes antes del estallido y creo que yo estaba como hablando de eso mismo cuando ocurrió. Ese libro tuvo mala suerte porque se perdió, pero a mí me parece que es muy actual. Pienso que en esas formas aparentemente arcaicas hay mucha actualidad y por eso voy ahí. No creo que sea tanta nostalgia como la sospecha de que ahí hay una sabiduría que nos explica cosas de hoy. Eso es lo que yo defiendo. Pero puedo entender por qué da la sensación de que es una nostalgia o idea de que antes era todo más lindo y de que ahora estamos perdidos. Lo puedo entender, solo que no lo comparto.
¿Y sobre otros adjetivos con que se han descrito tus textos? Por ejemplo, Ignacio Álvarez, que presentó Taguada, la ha calificado positivamente valorando tu «intento de construir un narrador viejo, pasado de moda”; pero también comenta que parecieras estar buscando un imposible. Quizá habría algo de idealismo ahí, respecto a esa sabiduría. Más recientemente, Selva Almada calificaba tu literatura como «amable». Son adjetivos que pueden leerse en las dos direcciones, como críticas positivas o negativas.
Ignacio Álvarez tiene un texto que llama algo así como «Nuevos narradores viejos» y ahí dice que ha visto eso en varios narradores, entre los que están Cristian Geisse e Isabel Margarita Bustos. A mí me sirve mucho leer eso, me ayuda a ponerle palabras a lo que estoy intentando hacer, . Creo que en el fondo lo único que me interesa es aprender a contar bien una historia. Y en eso estoy, en eso sigo. No me interesa demasiado la exploración en ese sentido, me interesa más revisar qué se ha hecho, cómo contaban historias los viejos, cuando se sentaban y empezaban a contar y tenían un público cautivo, cómo lo hacían, por qué algunos funcionaban y otros no. Eso parece muy arcaico: a mí me parece muy moderno. Tenemos pocos críticos o investigadores que se hayan preguntado dónde están las claves de la narrativa en la oralidad. Estudios comparados, por ejemplo, de narradores orales de todo el mundo, se han hecho desde la antropología, pero están buscando otras cosas. Yo estoy buscando por qué son buenos contadores de historias. Lo que percibo es que al lector o la lectora general, y también a una porción de la crítica, como la de Ignacio Álvarez, les parece súper interesante el gesto de ir a buscar lo que se supone que ya no se debe hacer porque pasó de moda y lo que toca es buscar nuevas formas.
Después está lo del adjetivo «amable». A Selva Almada, por lo que ella me dijo, le encantó el libro. Ese adjetivo tenía relación con la ausencia de un conflicto demasiado grande.
Algo con una estructura no tan tradicional en el sentido de choque de fuerzas.
Claro. Yo quería trabajar con esa idea, porque alguien me había hablado de eso, de las nuevas narrativas sin conflicto, y empecé a darle vuelta. El conflicto en esa novela es mínimo. Y también está la construcción de una comunidad pequeña. Selva decía quela comunidad pequeña puede ser como un infierno o como un paraíso, depende la forma en que uno lo mire, y que ella suele elegir el infierno. Lo que ella hace se va hacia lo infernal, digamos. Pero en este libro en particular yo fui buscando otra cosa más comunitaria, lo que no quiere decir que no vea que la comunidad pequeña también puede ser un infierno.
Si retomamos esta idea tuya de «contar una buena historia».: Ignacio contó en el lanzamiento de Taguada el momento en que te sales de la carrera de literatura y eliges formarte de otra manera en la narración. A algo de eso apuntó también tu programa Los cuenteros en ruta, en que ibas a buscar historias. ¿Qué has encontrado en esas experiencias de conocimiento, formándote con cuenteros?
Son muchas cosas. Estoy tratando de ordenar, pero una es la fascinación por cómo una misma historia puede recorrer el tiempo y la historia. Hay un relato que cuento a niños que tiene, que sepamos, 2500 años, pero puede tener muchos más y uno está siendo parte de esa cadena. Eso es una primera cosa que me entusiasma mucho y que no tiene demasiado que ver con la literatura, al final. En la literatura uno escribe un libro y quedó ahí. En cambio, el cuento tradicional viene de muy lejos, de muy antiguo, pero puede seguir creciendo. Cuando cuento un cuento, recibo un feedback que generalmente es silencioso: el de la mirada o de la risa, o de las caras de terror, depende de la historia; entonces, cuando lo cuento de nuevo, ese cuento ha crecido.
Creo que la historia que más cuento es la de cuando me encontré con el diablo en Hornopirén. Cuando la conté por primera vez duraba 6 min, la conté en un bar. Hoy día dura 55 minutos. Y la historia es la misma, pero la oralidad tiende a tomar cosas, a agregar y a extenderse.
Volviendo a la forma: en literatura uno pensaría que no se puede hacer algo así. Por ejemplo, y esto es una primicia, se va a republicar Taguada con editorial La Pollera. Estamos en eso, es la intención. Por lo general, un autor pasaría el PDF que tenía para la publicación y listo. Yo les dije que necesitaba revisarlo, porque han pasado cinco años y tengo mucho feedback; cosas buenas, cosas malas, cosas que funcionan, cosas que no, gente que se aburrió, etc. Y esa información para mí es importante, porque permite hacer crecer la historia. Eso es algo que he aprendido de la oralidad.
En el caso de Taguada, además, la experiencia de publicar en una editorial gran hizo que el proceso de edición fuera distinto a tus otros libros.
Distinto, porque trabajé con otros editores que no son los de La Pollera. Hay muchas cosas que varían. Yo primero decía «bueno, esto ya está publicado, medio que es sagrado, así que está escrito en piedra, entonces se pasa al nuevo editor, algún cambio habrá», pero no, yo lo quiero revisar, quiero leerlo, quiero revisar comentarios, mails de amigos, de gente que me escribió y corregir las cosas que creo que se pueden corregir. Eso lo aprendí de la oralidad, porque el narrador siempre se está corrigiendo y está cambiando y adaptando.
Creo que lo más importante que entendí es que cuando alguien cuenta una historia –imaginemos la idílica fogata, noche, vinito– está con la gente ahí y lo que está contando está ocurriendo en ese momento, porque están escuchándolo y empiezan a imaginar. Si es que eso funciona bien, se olvidan del lugar donde están y el contexto se conjura. Sé que en la literatura escrita no lo vamos a lograr exactamente así, pero para mí eso marca una ruta, una posibilidad, para ver si es que tratamos de lograr esto. Contra todos los manuales de literatura de los grandes escritores, tengo muy presente el lector. Siempre dicen «no te preocupes del lector», «tú escribe tu libro, lo que tú quieras escribir». Yo estoy pensando todo el tiempo en el lector y estoy tratando de que quiera seguir ahí. El narrador es un lugar donde uno se quiere quedar. Yo quiero ser alguien donde el que está ahí se quiera quedar, quiera permanecer. Si es que ese narrador no está pensando en que quien lo escucha esté confortable, esa persona se va a parar y se va a ir. Los niños son más sinceros, se van, los adultos se duermen o desconectan. Creo que eso es lo que estoy tratando de llevar a la literatura.
Y si ese es el aporte de tu formación en la oralidad, ¿cómo influye tu trabajo en Casa Contada, como tallerista, como gestor, o tu formación en literatura?
Bueno, en los talleres literarios aprendo mucho de la gente los toma, de lo que escriben, de las lecturas que traen. Me encanta hacerlos y me gustaría hacerlo más, de hecho. Y también porque uno cuando más aprende es cuando quiere enseñar. Hay cosas que uno tiene medio dando vueltas o que leyó por ahí, pero cuando uno tiene que preparar una clase para poder hacer que los demás te entiendan, tiene que haberlo entendido primero. En ese camino he trabajado mucho la teoría literaria. Entonces todo lo que estoy hablando de la oralidad, también lo he visto, desde otro lugar, en la teoría literaria. Son esos dos mundos, creo, los que me ayudan hoy día a escribir. Aunque la teoría literaria y la oral las he visto, especialmente, en el formato del cuento. Es curioso, porque no he escrito tantos cuentos.
Y cuando escribiste un libro de cuentos [La muerte viene estilando (La Pollera, 2021)], te dijeron que era una novela.
Claro.
Pensando en esa dualidad entre oralidad y escritura: particularmente en tu última novela, se da un cara a cara, esa voz de «nosotros» de la isla y la técnica de la escritura periodística. Pienso en la parte en Jerónimo, reportero de oficio que vuelve a su isla natal y que parece que ya no tiene nada que contar, confiesa en su diario una renuncia al tipo de escritura que ha estado ejerciendo. ¿Cómo elaboras ese mismo enfrentamiento, considerando las preguntas anteriores? ¿Es la oralidad, como un lector pudiera entender, un estatuto superior de sabiduría, o un punto de llegada?
Creo que lo que importa en el mundo es la historia. Y las historias encuentran distintas formas de manifestarse: A veces son orales, a veces son a través de la literatura, del cine. Pero en la novela, lo que le pasa a Jerónimo es que ha visto que la literatura y el periodismo han tenido mil cosas maravillosas, pero poca comunidad. Entonces se está dando cuenta de que eso que él ha escrito ha llegado a muchas partes, pero no a un tipo de ser humano, digamos, que no tiene acceso a las bibliotecas o a las revistas. Se da cuenta de que esas historias que él había escrito, sobre todo crónicas, tienen un público maravillado que está ahí cuando las cuenta. Descubre que la oralidad también es un camino para contar esas historias, que llega a otro público y puede ser hasta más democrático: todos pueden escuchar historias y todos sabemos escuchar historias, pero no todos pueden leer o no les llegan revistas.
Es verdad, esto está planteado de alguna forma en esta dicotomía entre literatura y oralidad, pero no llega a profundizarse, porque en realidad no es tal. Jerónimo descubre y se da cuenta de que no es así. De hecho, al revés, los isleños parten escuchando historias y contando, pero después hay toda una parte donde leen y es en la literatura donde encuentra la respuesta a las preguntas que se habían planteado oralmente. La idea de la novela era hacer convivir los dos mundos, más que decir que había uno con más valor que otro.
Esto de que no hay una comunidad en torno a la literatura por sí misma y ahí se encuentra con un límite. Jerónimo dice que también tiene que ver con cómo circula esa escritura, con los medios. No se trata solamente del emisor. Claro, sino que el problema es el circuito en el que se mueve esa producción. Y ahí está ese libro que él escribió, que lo hizo medianamente reconocido, pero que tiene menos vitalidad, acumulando polvo en la biblioteca de la isla, que la historia de la campana hundida. Hay una escena que pasa muy al principio del libro, pero es vital. Jerónimo dice que se encontró con un puma, hizo un cuento con eso, pero nadie recuerda esa historia. Pero Julián, su hermano que se quedó en la isla, la cuenta como si le hubiera pasado a él y todos conocen la anécdota. Pareciera que lo que permanece es lo literario, porque está escrito, está en una biblioteca y uno puede buscar. Sin embargo, hay historias que permanecen porque son orales, porque pueden seguir cambiando y pueden tomar los atributos de quien la está contando. Jerónimo primero se enoja mucho con su hermano porque le robó la historia, pero después toma conciencia de que de que hay algo ahí que él, digamos, no recordaba. Se podría haber hecho esta novela a partir del viaje de Julián a Barcelona, descubriríamos cosas increíbles del mundo literario y nos daríamos cuenta de que eso también puede entrar en un lugar, en una biblioteca. En la novela también está ese viaje, que no está contado aquí, pero que está presente.
Junto con eso, uno podría hacer una lectura política a la novela, en que la voz del yo, de este sujeto burgués, apartado de la comunidad, queda desplazado, sin interlocutor, en contraste con ese «nosotros» que funciona como narrador.
De hecho, Jerónimo está un poco apartado de la comunidad, no sabe bien cómo integrarse, que es un poco lo que le sucede. Esto mismo me parece que es interesante y también tiene que ver como con la forma en que empezamos hablando de este «nosotros». Yo me di cuenta mucho después de que tenía que ver con el proceso constitucional que estábamos viviendo desde 2020, yo estaba escribiendo en 2021 y buscándole formas: a ver, si lo cuenta Julián, si lo cuenta Jerónimo, si lo cuenta un testigo, si lo cuenta un narrador omnisciente, y ¡paf!, de repente apareció un nosotros y empezó a funcionar eso.
Muy esta idea que rondaba por ese tiempo del «we the people», esa forma de declarar una constitución.
Sí, y tomó fuerza. Y claro, se trataba de juntarse a intentar construir una historia. Pensaba que esa figura me la había inventado, pero en verdad era lo que estaba pasando o lo que estábamos proponiendo: juntémonos, elijamos gente que nos represente, 155 personas para que busquen el cuento de Chile. Eso era: ¿cuál es el rollo, la onda, el relato de Chile?¿qué somos? Esa es la pregunta en la que estamos todavía. Ese gesto de juntarse para saber quiénes somos y a partir de ahí hacer una comunidad en la que podamos vivir. Hablo del primer proceso, el segundo era otra cosa. Y bueno, ya, falló, todo lo que sabemos, pero el preámbulo decía «nosotras y nosotros, el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones…». Estaba ahí el plural durante el proceso. Para mí, este es un libro que tiene que ver con ese proceso: con la literatura, con la oralidad, con muchas cosas, pero sobre todo con ese proceso de preguntarnos quiénes somos.
Otra cosa que me ha enseñado la oralidad –y aquí hago el nexo con lo político– es que cuando alguien empieza a contar una historia, necesita terminarla. Uno se da cuenta: en un carrete o en un grupo, alguien está contando una historia –esto pasa siempre–, quizá todavía no logra enganchar al público, ya empezó a contar; llega alguien, hola, y todo el mundo se para a saludar, «hola, tanto tiempo, sí, estamos acá» y no sé qué. Y al que estaba contando la historia nadie le pregunta cómo sigue y se queda con la historia como atragantada. Entonces, tiene que buscar un espacio para decir «ya, como les estaba contando…», porque necesita hacerlo, porque ya empezó. Mi apuesta desde el mundo de la historia hacia lo político es que, como ya empezamos a buscar el cuento, a contar el cuento de Chile, como ya se inició eso, esto no ha terminado. No sé si faltan cinco o diez años, pero vamos a cambiar la Constitución y vamos a encontrar algo que nos identifique más o menos a todos.
Pensando en todo ese proceso desde el interior de la novela, Jerónimo se encuentra con un problema importante cuando lo mandan a reportear el estallido del 2019. No encuentra qué escribir, no puede agarrar el fenómeno de ninguna manera. Hay una falta de visión del proceso ahí.
Claro, porque él viene llegando. Llega directo de Barcelona a Santiago y nunca había estado en Santiago. No entiende nada y tampoco es parte de la comunidad, entonces no logra aprehender qué es lo que está pasando. Esa crónica es un fracaso, lo que también tiene que ver con que cómo va a escribir la constitución alguien que vive a la chucha para arriba, que nunca ha bajado a ninguna parte, o que solamente vive en Santiago y no conoce las provincias, los pueblos. Por eso eran 155 personas, para que hubiera diversidad, que es algo que había, pero faltaba y siempre va a faltar. Uno veía esa desconexión, sobre todo, en la extrema derecha.. De las conexiones entre el proceso político y la novela me di cuenta sobre todo después de escribir el libro, esas cosas no están puestas ahí para decir otra cosa. Pero claro, fue permeando, porque estaba súper atento al proceso.
Esta esa parte inconsciente, involuntaria, pero también hay elementos que uno advierte que están desde el inicio en el planteamiento de la novela. La idea de insularidad, el aislamiento o el retorno, por ejemplo. ¿Qué posibilidades viste ahí o querías explorar en la novela?
Por un lado, el espacio tiene un componente simbólico, ese pedazo de tierra rodeado de agua. Está muy presente en la literatura, creo que porque al ver solamente agua, ese espacio obliga a mirar para adentro. La novela tiene un epígrafe de Melville, de Moby Dick: «En el agua se refleja el fantasma inaprensible de la vida». Uno mira el agua, pero se está mirando hacia adentro. La isla como espacio simbólico estaba desde el principio. De hecho, yo estaba escribiendo un libro sobre islas, cuentos sobre islas, trabajando con ese tema. Era un libro que obviamente se llamaba Archipiélago, un cuento por isla. La idea de estos dos hermanos era uno de esos relatos. Uno pasaba en Chiloé, otro en Isla Mocha, otro en Rapa Nui. Ese libro finalmente no continuó, porque esta historia tomó más vuelo, pero me quedaron un par de cuentos ya escritos.
También esas cosas tienen que ver con el estallido y mis críticas hacia los líderes o el discurso oficial sobre la poca conciencia de lo grande que es Chile y de lo aislada que están algunas comunidades. Hubo una crítica súper grande a Petorca cuando fue el rechazo: «puta, Petorca, ¿entonces qué quieren?». Había gente súper dura, “progresista”, –supongo que no tan progresistas–, que decía «puta, hubieran avisado que querían lavarse la cara con arsénico». Me encantaría preguntarle a esa gente si fue a Petorca a preguntar y a conversar y a explicar o a escuchar. Petorca es un ejemplo, pero funciona un poco como isla. Tenemos muchas comunidades muy chicas en Chile, a las cuales el progresismo –del cual yo me siento parte– no ha hecho un esfuerzo serio o sostenido de integrar, de aprender, de ir a escuchar. Antes que llegar con las banderas del candidato, ir a escuchar. Eso lo quería reflejar y en torno a eso gira la primera parte de la novela. Ellos [los habitantes de la isla] dicen que no les importa mucho lo que está pasando en el país, porque tienen la sensación de que al país no le importan mucho ellos. Y esa es una realidad súper presente, no solo en la isla, también en pueblos chicos, pero que se vio más claramente en la pandemia. En una isla cercana a Isla Mocha, la isla Santa María, hubo un caso del que no recuerdo bien los detalles, pero había una niña tenía que ir al continente, se había echado a perder la barcaza y no podía ir. Estaba enferma, tenía que ir al hospital y no pudo. Esa isla que está en avioneta a quince minutos y en barco, no sé, una hora, o sea, algo cerca, no es como Rapa Nui. Y creo que de eso somos un poco conscientes. En Santiago se cierra la costanera porque están en arreglo y queda la cagá, pero no hay una barcaza para poder conectar una isla con el continente.
En el pueblo de tu novela se pierde un año entero la avioneta y el pueblo sigue funcionando al margen.
El pueblo sigue en la suya. Ahí sí hay algo más romántico, como de la idea del decrecimiento, de una comunidad chica que es autosustentable, que cosecha lo suyo y que un poco no necesita tanto a la institucionalidad ni política ni social, sino que puede sobrevivir, al menos un tiempo.
Y sobre esta cuestión simbólica, me parece sintomático, casi en paralelo a El año en que hablamos con el mar salió Chilco, de Daniela Catrileo. Son dos novelas sobre islas y sobre el retorno y lo problemático que puede ser ese retorno. ¿Has podido leerla?
Me la compré hace poco porque dos o tres personas me han comentado esto mismo. Entonces no, nada, la tengo ahí pendiente para leer.
Son ficciones que problematizan el retorno. Daniela lo hace desde la cuestión de la disidencia sexual y los problemas de pertenecer a una comunidad de la que una mujer lesbiana se siente un poco apartada. Pienso también en esta película El ciudadano ilustre, otra forma de retorno. A diferencia de Jerónimo, ese protagonista vuelve a un pueblo del que sacó todas sus historias. Tu personaje vuelve a la isla del que no ha podido sacar ninguna, porque están encerradas al interior de esa comunidad.
Claro, no han salido. A mí lo que me interesa del retorno, por sobre todo, es la vejez. Y pienso que en la vejez está ese momento en que uno se pregunta si hizo bien o hizo mal con equis decisión. Una de esas decisiones puede ser: ¿hice bien en quedarme en este otro país, en esta otra ciudad? ¿Debería haber regresado a mi tierra? Es una pregunta que me suena dolorosa, porque ya pasó la época, o pareciera. A los setenta años, quedan quizá unos veinte de vida, si hay suerte, pero hay otra condición física.
Y otro tiempo. Particularmente, Jerónimo tiene registro de todo, ha escrito durante todo ese tiempo. Pienso, por ejemplo, en esta idea de Edward Said del estilo tardío. La escritura se matiza y mientras más se siente la cercanía de la muerte la voz toma otro tono.
Eso les pasa a los dos protagonistas, que son los dos hermanos. En la cercanía de la muerte, aunque no es que se vayan a morir al día siguiente, la vida hacia atrás se les presenta como algo que fue y que pudo haber sido otra cosa. Esa pregunta, a mí, entre que me angustia y me da por imaginar que soy viejo y digo si cuando tuve la oportunidad de x cosa la hubiera tomado. ¿Qué hubiera sido de mi vida? Ese «qué hubiera sido si…» tiene que ver con muchas cosas, con amores, con cosas propias de la vida. En este caso, se sintetiza en partir o quedarse: ¿hice bien?, ¿podría haber hecho otra cosa?, ¿me debería haber quedado? Entonces, el retorno a la isla es un retorno ficticio a ese momento donde se pudo decidir, porque a los setenta años queda poco espacio de decisión. Los veinte son como un árbol lleno de ramas donde uno se puede para cualquier parte y ese árbol se va como acortando durante la vida hasta que van quedando unas pocas ramitas en que uno puede tomar alguna decisión, pero el grueso, digamos, ya se podó.
Además, en la novela está ese elemento de los mellizos. Uno puede proyectar su futuro distinto en el otro.
Exacto: ¿qué hubiera pasado?, ¿sería así? Esa es obviamente la figura de los mellizos, en ese sentido.
Y se suma una tercera vía; podrían ser perfectamente ese trillizo que murió.
Eso es un poco lo que finalmente quiere dejar la novela como idea posible: que las cosas no son blanco y negro y que esa angustia por ese tipo de pregunta puede ser exagerada también. Siempre hay una tercera vía y quizás no vale mucho la pena preguntarse por algunas cosas. Hay una frase que han reseñado harto, cuando se preguntan los isleños cuánto dolor cabe en la verdad. Cuando uno revisa y ve qué era lo que había también puede estar lleno de dolor y tiene que tomar la decisión de si quiere entrar a ese lugar o no.
Para terminar, una vuelta extra que involucra a los temas que hemos hablado: la oralidad, la experiencia compartida. ¿Cómo ha sido la experiencia de ser traducido? ¿No tiene la oralidad algo de intraducible? Tú mismo mencionaste antes a Cristián Geisse, que a ratos es bien intraducible, incluso culturalmente. ¿Has tenido injerencia en ciertos elementos de la traducción de tus libros?
A mí me sorprende que mi obra se traduzca, pero, dicho eso, he tenido distintas experiencias. Giulia Zavagna, mi traductora al italiano, es súper reconocida, increíble. Con ella tengo una relación profesional, entonces me escribe «Mira, tengo esta duda acá cuando dicen irse “a la punta del cerro”, ¿es literal?», cosas así. Está preocupada de cada detalle y quiere traducir todo y no dejar ninguna nota al pie. Con Giulia, yo sé que en italiano está lo más fielmente que se puede ser ese libro. Después tengo la experiencia al danés y no tengo la menor idea. Tradujeron Tony Ninguno y solo sé que en Tony Ingen, «ingen» quiere decir «nadie» o «ninguno». Por la traducción al griego me escribía la traductora para algunas preguntas; como tengo una amiga griega, me dijo que el título La muerte viene estilando no se entiende, pero lo tradujeron algo así como «la muerte viene en forma de lluvia». Con eso me parece que entendieron la idea, pero es muy difícil saberlo. Tuve la suerte de ir a un par de clubes de lectura en Grecia mientras estuve allá y recibir comentarios de gente que leyó. Me di cuenta de que, palabras más, palabras menos, el espíritu del libro está totalmente traducido y la gente lo puede captar. Y con eso también me di cuenta de mis libros, aunque tienen mucho que ver con historias orales y todo, son universales en sus temas: la muerte, el retorno, la vejez, el viaje de las historias, las diferencias sociales.. Alguna palabra, no sé, «al tiro», «cahuín», no tengo idea cómo lo traducirán y obviamente se va a perder algo de eso que habría que vivir en Chile para poder entender. Pero los temas son bastante universales.


Deja un comentario