Octavio Hernández
Las manos de mujeres piadosas cocieron a sus hijos; sus propios hijos les sirvieron de comida en el día del quebrantamiento de la hija de mi pueblo.
Lamentaciones, 4:10
Con una cara de severa determinación, mamá le había mandado a buscar alguna alimaña, cualquier alimaña, incluso una rata con tal de que sirviera para rellenar el vacío del estómago. Cosa rara por demás: todos sabían que hasta las ratas se habían extinguido en esa ciudad ya despoblada por la miseria. Quizá el hambre la volvió loca, quizá la hacía imaginarse que de la noche a la mañana la comida aparecería, tal como los sacerdotes enseñaban que había aparecido esa comida del cielo, el maná, en los tiempos antiguos. Él, Esaú, le explicó a mamá que no podía ir, que le costaba caminar, que incluso levantarse le costaba. Pero mamá, con el cuchillo en la mano y con los ojos locos, le obligó a que se fuera. Y mientras Esaú, ardiente de hambre, regresaba a casa después de desperdiciar energías en una búsqueda infructuosa —apenas había conseguido dos saltamontes—, recordó cuando papá aún vivía. Si bien solo algunas imágenes le quedaban —papá había muerto hacía unos años por la interminable guerra contra los babilonios—, Esaú sabía que en aquellos tiempos no faltaba el pan. En esos días Yahvé no los había abandonado, y todo iba bien.
El sol de la tarde lo agotaba. Las callejuelas de tierra le daban vueltas. Mantenía la vista fija allá arriba, en el templo, que reverberaba por el calor, mientras imploraba que no faltara mucho por llegar a casa. Aunque igual le daba un poco de miedo volver a donde mamá. Ella no estaba del todo cuerda y siempre discutía con el vecino, el viejo Samuel: el viejo la acusaba diciéndole que la desgracia cayó por prostitutas como tú, Sara. A pesar de todo, Samuel compartía las pocas aceitunas que crecían en su patio, «sólo por esa criatura que nada sabe de impurezas». Sin embargo, las aceitunas ya no crecían tanto en el olivo: ahora también el agua escaseaba.
Esaú se detuvo y se apoyó en una pared para darse aliento. ¿Cuánto hacía de esta escasez? Más de un año seguro. Sí, más de un año, y aún seguía el asedio de esos «idólatras», que, afuera de las murallas, esperaban la rendición de Jerusalén.
Desde donde se apoyó, le llegaba el grito de un loco que se lamentaba y llamaba al arrepentimiento. A Esaú la voz se le mezclaba con los pensamientos de comida. Las piernas se le iban debilitando, y, con la espalda arrastrándose por la pared, caía hacia la tierra.
Ya en el suelo, los ojos entrecerrados, le rogó a Yahvé que no lo dejara morir de hambre. Y se durmió.
Aparecieron como surgidas de la niebla las caras de amigos que habían muerto por no comer, y le sonreían y le hablaban palabras inentendibles. Las caras se desvanecieron, y después esos amigos volvieron a aparecer, pero muertos y encima de las mesas de un enorme banquete, cuyos asistentes eran sus mismos padres.
Esaú se despertó gritando.
Al querer levantarse, advirtió que le temblaban las piernas y que las plantas de los pies le ardían. La mente, embotada como si no hubiera dormido en varias noches, solo reproducía imágenes de queso y de pan y de queso y de aceitunas y de pan y de queso, mientras él se obligaba a dirigir sus torpes pasos a casa.
Y fue que, en una casa abandonada y derruida —como tantos otros, los dueños de la casa sin dudas ya habían muerto—, Esaú descubrió a un bichito que pegaba un enorme salto y que después se entraba por esa puerta astillada y partida en dos.
Otro saltamontes, se dijo. Pero peor es no comer.
Y tratando de que la tierra no crujiera bajo sus pies descalzos, se acercó y abrió la puerta con lentitud.
En la penumbra, pudo distinguir que, cruzando la casa, el saltamontes doblaba por un pasillo iluminado. Después, el bicho salió hacia el patio y se escondió grácilmente en una piedrita.
Esaú lo siguió con sigilo, aguantando la respiración, la vista fija en la roca, acercándose poco a poco. Cuando estuvo cerca, saltó hacia adelante, estirando los brazos. Al caer, agarró la piedra. Así, acostado en el suelo, la dio vueltas en todas las direcciones, observando los cantos puntiagudos: el saltamontes había escapado.
Entonces le llegó un olor, un olor a carne de cordero o a uvas frescas y jugosas o a leche. O a todas esas comidas juntas. Al bajar la vista descubrió, en el agujero que había dejado la roca, una semillita blanca, tan pura que el polvo no la contaminaba de café. Sí: de esa semillita le llegaba el olor.
La agarró y se la echó a la boca.
Ah, ¡qué sabor! Justo lo que había deseado, cordero, pero ahora…
¿Sería posible? ¿Estaría soñando?
No, no soñaba: tan pronto como pensaba en carne, el sabor se transformaba en carne; y si deseaba uvas, la semilla adquiría un dulzor tan sabroso que, aún después de tragarla, la seguía saboreando. Y había más semillas, ¡cientos de esas semillas desparramadas a lo largo del patio!
Al pararse, Esaú se dio cuenta de que un nuevo vigor le energizaba todo el cuerpo, y aún su propia mente se agudizó. Qué milagrosa la semilla esa. No debía desperdiciar ninguna. Así que, formando una bolsa con la túnica, las fue una a una recolectando, hasta ensanchar tanto su túnica que apenas sí podía sostenerla. Y todavía quedaban más semillas, muchas más, como para vivir varios meses.
Decidió llevarse a casa las que había recolectado para después volver con mamá y terminar de juntar todas.
Con nuevas energías, se encaminó canturreando un salmo. Caminaba con el cuerpo arqueado por el peso, con gotas de sudor chorreándole por todas partes.
En el camino, se cruzó a varios vagabundos que pedían un mendrugo con la esquelética mano alzada, el pellejo pegado a los huesos, la cara reseca. Él pensó en darles algo de esa semillita, pero no, mejor que no. Si fueran otros tiempos, con gusto les regalaría algo de comida y, aún más, les revelaría su secreto, les diría el lugar en donde crecía aquella semilla milagrosa. En cambio, ahora había que guardar toda la comida posible: no se sabía para cuándo iba a durar el sitio. Quizá solo al viejo Esaú le daría un poco.
Cuando divisó, con el sol ofuscándole la vista, la pu|erta de su casa, ya le dolían la espalda y los brazos. Mientras inhalaba el polvo que desprendían sus pies, saboreaba aún el regusto dulzón de la semilla, y, aunque quiso probar otra, se contuvo: solo faltaban unos pocos pasos y podría comer cuantas quisiera junto a mamá.
Al acercarse a la puerta de entrada, se dijo: Por fin. Y empujó con el cuerpo la puerta
Adentro, el silencio que espesaba el ambiente no lo extrañó: por la falta de una mísera migaja, trataban de ahorrarse hasta la energía de hablar. Pero de ahora en adelante todo cambiaría para ellos.
Dejando sobre la mesa el cerro de semillas, gritó:
—Mamá, mira ven. Ven a comer, mamá.
No hubo respuesta alguna. Mientras se echaba unas cuantas semillas a la boca —un rico sabor a cordero asado—, se encaminó mirando sus pies hacia la puerta de la pieza que ellos compartían. Cuando abrió la puerta, le llegó un olor a óxido.
Adentro, en la piecita de adobe, lo primero que descubrió fue un líquido negro que se empozaba en la tierra, frente a sus propios pies. Aguzando la vista, se dio cuenta de que no era negro, sino de un rojo bien oscuro. Siguiendo la trayectoria de aquel riachuelo rojo, advirtió la mano, el brazo, el cuello cercenado, los ojos sin vida de mamá. En la pared de enfrente, se hallaba escrito con sangre: Esaú, no desaproveches esta carne mía.
Octavio Hernández (Antofagasta, 2001). El año en que nació cayeron las Torres Gemelas, murió George Harrison y regresaron Los Prisioneros. Desde niño le gustó crear historias, pero la literatura fue un descubrimiento más bien tardío. Lector de Maupassant, de King, de Borges, de Cortázar. El 2020 se le ocurrió estudiar Cine y televisión —imprevista carrera que no le dejó más que sinsabores—. Pero la literatura no quedó de lado: desde ese mismo año, asiste al Taller de Corte y Corrección dictado por el escritor Marcelo di Marco. Actualmente vive en Santiago, aunque no descarta volver a Antofagasta.


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