Los niños crecen de noche

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Ignacio Irigoyen

El tumulto se veía de lejos, lo vimos con mi pareja y con mi amiga, íbamos tarde. Me encontraba nervioso pensando que llegaríamos casi al desmontaje del evento, a la sobremesa o ni siquiera, solo a ver las copas vacías. Javiera, mi amiga, me decía que tranquilo, que los poetas siempre son impuntuales. A la Antonia, mi novia, no le importaba mucho, ella iba por acompañarme. Nos atrasamos porque había tenido que ir a buscar una cuna a La Florida, fui solo porque no quería que ella hiciera fuerza. Tampoco le pedí a Javiera que me ayudara, ya era mucho; nos escondería la cuna por un tiempo indefinido. El trayecto me agotó. Al llegar a la casa, me dio hambre y decidimos comprar una pizza.

Llegamos como una hora tarde al lanzamiento del libro. Era el primero de mi compañero y colega de oficio, Henrique. Javiera tenía razón, los poetas se hacen de rogar y el evento había comenzado hace par de minutos nada más. Los presentadores leían sus apreciaciones por sobre el ruido de la calle al que daba ese patio. A lo lejos, un amigo del taller, Javier Godoy, me dijo casi en lengua de señas que recién estaban partiendo. 

A mi lado llegó Anuel Toher y me saludó. Nos conocimos cuando le compré un libro de Belano. Aún no lo leo, le dije. Ya llegará, es el mejor de los póstumos, dijo. En el verano te cuento, le respondí. Anuel andaba acompañado y compartía unas cervezas con sus amistades, otros y otras poetas. Aunque, probablemente la gran mayoría lo éramos. Los personajes más personajes o más importantes que pude divisar, fueron: John Mano Silva, Tintin López, Valeria V, Ernesto La Salamanca, Kapo, y un pintor y poeta soberbio e imbécil del que no recuerdo su nombre. Su lectura fue una mierda, no se escuchó nada. Cuando terminó su discurso/crítica/minuto de silencio, Henrique comenzó la lectura de su libro, una selección de cinco poemas para la ocasión:

En uno, un león comía un helado de sangre en el zoológico.

En otro, se hablaba del hummus que queda después de una fiesta vegana.

Otro tocaba el tema de la sal y el azúcar y como se disipan en el agua.

Otro no lo recuerdo.

El último tampoco.

Fueron imágenes potentes que con el paso de los días aún se mantienen. Es más, el primer poema que escuché de Henrique fue una versión antigua de ese sobre el hummus, y en el lanzamiento, al escucharlo, me transportó directo a ese día, a esa otra locación, a ese otro lanzamiento, que era ni más ni menos que un evento de Ernesto La Salamanca; una de las primeras cosas poéticas a las que asistí. Esta vez, La Salamanca lo miraba desde fuera de la reja de la librería, no es que estuviese ahí como un villano del asunto, casi todos permanecíamos tras las rejas porque el espacio estaba lleno.

Me dio asco el olor a cigarro, me dijo la Antonia. Sí, acá fuman mucho, le dije. Nos alejamos un poco para que respirara aire más puro. ¿Acá se sentirá mejor Lautaro?, le pregunté. Aún no sabemos si es Lautaro, pero sí te puedo decir que le dio hambre, me respondió mirando la mesa del cóctel. Justo Henrique terminó de leer. Entre aplausos, el público se abalanzó sobre la comida. Algunos poetas sufrían por el vino; cada vez había menos botellas.

¡Oye, hueón! Te has tomado tres copas ya.

Pero si son gratis…

Ya, pero tení que ser más consciente. Conciencia de clase, loco.

Nos reunimos con los del taller. Javiera, mi amiga, se había escabullido y gracias a su estatura (baja para el promedio) llegó con una botella entera de vino. Javier Godoy la hizo chupete. Nalu se reía y tomaba a sorbos. El Profe Cartinovich nos llevó unos libros de regalo: son por fin de año, probablemente les sirvan para sus proyectos, nos dijo, son de mi difunta editorial. Gracias, profe, dije, un vino a su salud. El profe comenzó a beber cuando un filipino viandante se sumó al grupo. What are you doing here?, preguntó. Are you gays? A gay convention? No pero yes, le respondió Elisa Mate, joven promesa. A poetry book is launching, dijo Nalu. El filipino un poco resignado siguió su camino alegando que no era lo suficientemente gay para él, más bien le parecía algo impostado, gays por moda o por presión social. Chilenos mentirosos, dijo, de seguro que son poetas. Los que lo escuchamos nos reímos y filo, seguimos ahí hasta que la botella se vació. Igual es cierto que somos gays y poetas, dijo El Profe. Chinos culiaos, dijo Javier. Chinos cochinos, dije yo. Ochoa, un compañero mexicano-chileno, nos dijo que somos unos racistas. Estamos hueviando, no más, sentenciamos. ¿De qué se ríen?, dijo Henrique sumándose al grupo. De nada, felicitaciones por tu libro, dijimos. Gracias, colegas, respondió. Se notaba nervioso, vestía una polera de Wu-Tang Clan donde un samurái apuñala a otro. Se la puso por la ocasión; él también debía moverse como ninja, dijo, debía escabullirse como yakuza entre los distintos grupos para compartir con todos. Soy como el anfitrión de un cumpleaños, es que un libro es casi como eso, o como un baby shower, el año cero del hijo o la celebración del coito o de la masturbación de ideas desperdigadas en hojas de roneo e impresas para ustedes. A todo esto, están invitados para seguir celebrando en mi departamento, vivo por acá cerca, dijo Henrique.

Pasó la hora. Ya eran las 22 y algo. La librería se puso inquieta, quería irse. La gente se rehusaba, querían seguir la bohemia, las charlas, los cahuines, los compromisos, los coqueteos. Pero una librería es casi un espacio sagrado, una sinagoga, y allí no podía permitirse eso. Apagaron la luz y cerraron el patio. Las cosas del evento fueron guardadas entre las conversaciones, por lo que nadie se dio ni cuenta. El lanzamiento había terminado, estábamos oficialmente en la calle. ¿Había terminado? En verdad, no. El inquieto librero agarró su bicicleta y a la vuelta de la rueda le dijo al Henrique:

No me vayan a robar libros, que me robaron como veinte el otro día, y de mi misma casa. No esta, de mi casa casa. Igual dejé cerrado, pero puta que es fácil saltarse la reja y romper un vidrio. No den tanto jugo, por favor.

No, tranquilo, si ya estamos por irnos, ¿cierto?, dijo Henrique a los que aún quedábamos dando bote, pero ninguno escuchó.

El inquieto librero se fue lanzando quejas, unos lamentos. Henrique sacudió su pelo y le gritó gracias. Luego, uno a uno fue acercándose a los distintos grupos y nos dijo que empezáramos a caminar. Varios se fueron a sus casas en ese momento, algunos debían llegar a donde la esposa, otras personas debían terminar sus tesis, Elisa no fue porque de haber ido le habría pegado a una persona, otros se fueron porque simplemente tenían cosas que hacer esa noche. Caminamos. El departamento quedaba cerca, pero la caminata se hizo larga. En cada esquina nos deteníamos. Entre el público corría el rumor de que era un plan del Henrique para que la gente se despistara y se perdiera en el camino. Nadie sabía cuántos cabríamos en el departamento, ni cuánta gente se estaría colando al after.

No, si a mí me invitaron.

No, si a mí también.

Oye, yo lo conozco del colegio.

Y yo lo conozco de la U.

Ah, pero yo soy el amigo de una amiga de la vida.

Ah, pero yo lo conozco por la madre poesía y por el padre Neruda.

Bueno, y yo por la música.

Yo lo conozco de antes de que tuviera el pelo azul.

Yo lo conozco por ti, me dijo la Antonia.

Sí, puede ser que vayamos medios colados.

Estaba rico el vino. La comida también. Fue un buen evento, dijo Javiera.

Al llegar, se nos dijo que fuéramos de inmediato a la botillería para asegurarnos. Que además éramos muchos, y que el flujo de gente sería demencial si es que no comprábamos en ese momento, así que partimos. La fila en la botillería abarcaba casi toda una cuadra. El producto más comprado fue una petaca de Fireball Whisky. Toher comenzó a beberla ahí mismo. La botillería quedó sin vino ni güisqui. Javiera no se decidía a comprar y quedó de las últimas, por lo que estuvimos bastante tiempo esperando sentados en la cuneta. Se nos sumó Felipe, un amigo mío de la universidad y amigo de Henrique por la vida. En el entretanto nos pusimos al día y nos contó historias típicas que se dan en botillerías: alcohol, peleas, infidelidades. Penas de amor y amistades fallidas. Se habló, también, de los poemas que tienen dedicatorias y de las notas editoriales. De cuántos libros se queda uno tras un lanzamiento o una ruptura. Estaba Ochoa con nosotros, que había vivido en Valpo al igual que Javiera, así que la conversación desembarcó allí: en la bohemia porteña; en el cliché del Cerro Alegre; ¿de qué parte eres?; ¿conoces a tal persona?; sí, si Valpo es chico, nos llevábamos mal; puta, era mi amigo; ¿ya compraste?; sí; lleguemos a Santiago, entonces. Y llegamos. Al roto chileno, a la Plaza de Armas, a Lastarria, a las librerías, a los pelos teñidos, al vino nuevamente, y por último, al departamento del Henrique y su pareja. Vista a la calle, piso dos (si fuera más alto los poetas correrían riesgo). El departamento era antiguo y cupimos los sesenta que éramos, creo. Nunca supe la cifra exacta, el cálculo lo hice con base en las salidas extraprogramáticas de los tiempos del liceo, cuando en la calle caminábamos el A y el B juntos.

La fiesta ya había comenzado. El ambiente estaba cargado de música árabe, de marihuana, y de una luz que cambiaba de color. La fiesta estaba dividida en dos sectores: el balcón y el living. Treinta y treinta, a duras penas. Javier Godoy, Ochoa y Felipe, salieron al balcón. Javiera, la Antonia, y yo, nos quedamos adentro, en una esquina. A los pocos minutos ya estaba casi lleno de cervezas vacías. El estante se mantenía con libros y creo que así se mantuvo toda la noche. Si uno daba una vuelta por el lugar, podía encontrar varias copias del libro del Henrique tirados por ahí: en el sillón, en la cocina o en la mesa, cada uno con dedicatorias diferentes. El celular conectado a la música era del anfitrión; pasaba de mano en mano, cada uno poniendo sus canciones. Sin embargo, siempre se mantenía en la misma sintonía: experimental, árabe, de vez en cuando un pop dosmilero, pero nunca reggaetón. De eso hablábamos, con Javiera y la Antonia, cuando Anuel Toher pasó por nuestro lado y quedó enfrente. Buena polera, le dije. Era de The Clash, se veía punki, gastada. Me dijo que era de su pareja, que la había comprado en el Líder. Que a él le gustaban pero que no era fan. ¿A ti te gustan los Rolling?, dijo por la que yo llevaba puesta. Sí, me gustan bastante, dije. ¿También es del Líder? No, es de la feria, respondí; aguante Mick Jagger. Ernesto La Salamanca caminaba de un lado a otro, y justo en ese momento se encontraba cerca de nosotros haciendo unos bailes pélvicos de sultán chileno. Algo de la conversación le interesó y se integró.

¿Mick Jagger? Exquisito. De joven ¡uff! De viejo me cae mejor, sí, es un viejo bacán, pero de joven tenía un impacto, un cuerpazo. Una atracción sexual que te obligaba a mirarlo. Mick Jagger cantando sin polera, con esa boca bien grande… 

Anuel, que ya se había bebido su petaca, pensaba en las palabras de Ernesto La Salamanca. Al final dijo que entendía esa atracción a la que se refería. Es como la que tiene Valeria, qué linda que se ve, girando y bailando en medio del living con todos los ojos sobre ella. La Salamanca suspiró y guardó silencio: ahí no me meto, le dijo. Toher y Ernesto siguieron proponiendo a personas que pudieran tener esa atracción sexual:

De Piedra, pero no Pablo, la Güinet.

Huidobro, pero no Vicente, la Francisca.

Bello.

Gracias.

No, Gabriel Bello, no tú. Bueno, tú igual, Anuel.

Jaja gracias. A mí igual me gustan tus poemas.

La conversación transcurría en el limbo entre los dos mundos, justo al lado de la ventana que daba al balcón. No sé muy bien cómo llegamos ahí, pero ahí estábamos. Javier Godoy se asomó a nuestro pequeño círculo. La Salamanca se puso tenso, mejor salgo para afuera, dijo. La Antonia, Javiera, Anuel y yo guardamos silencio, mirando de un punto a otro a las dos eminencias de la poesía sucia. El círculo pasó a ser algo como un callejón sin salida. Frente a frente, Javier y Ernesto, como dos vaqueros en el Viejo Oeste. No sabía que se conocían, dije. En realidad, sí lo sabía, solamente quería ver con qué salía cada uno. La Salamanca: el Javier, igual que siempre. El Javier: yo lo quiero caleta, pero no funcionó la cosa. Nos conocimos por ahí y nos quedaron cosas pendientes, ¿por qué no hablamos afuera? Hueón pajero, pero dale, vamos, respondió La Salamanca. Ambos salieron. Al no haber espacio volvieron a entrar y fueron a la cocina. Ernesto abrió el refri y se robó una cerveza. Javier también bebió de ella. Como en los viejos tiempos, pude leer en sus labios.

Comenzó a sonar una canción de Miranda! y Valeria agarró la mano de Anuel, llevándolo a la pista de baile. Quedamos tres nuevamente. Ochoa, desde fuera, nos preguntó si estaba todo bien entre Javier y el del pelo engominado, refiriéndose a Ernesto. Le dijimos que sí, pero que a lo mejor habría golpes. Ochoa venía del gimnasio. Vengo preparado, dijo, mostrando sus músculos.

En algún minuto dudé de la capacidad que tendría el balcón de sostener a tantas personas, porque los que se aburrían de bailar se instalaban ahí a filosofar de la vida. Otros aprovechaban de tomar aire, o sea, de salir a fumar. En algún momento me encontré con Henrique, que parecía exhausto. A quién tirarías de acá, le pregunté. Buena pregunta, Rafael, probablemente tiraría a Tintin Lopez, solamente porque es el más alto de la fiesta, y es probable que no le pase nada al caer, además, anda vestido de una manera cómoda. Como en esos videos de parkour que a veces aparecían en Facebook como en 2015. ¿Los viste? Sí, eran buenos, le respondí.

Y tú, ¿a quién tirarías?, me preguntó. Al humorista. ¿Quién es el humorista?, me dijo entre risas. Ese de ahí, el del afro y bigote. ¿Quién es ese hueón?, me dijo. No sé, me dijo que era amigo tuyo, de la U, que es humorista. ¿Y te contó algún chiste?, dijo Henrique. No, le dio pánico escénico y se fue, por eso lo tiraría, por fome. Claro, se lo merece, respondió Henrique. Anuel se sumó a nosotros, ¿de qué hablaban? De a quién tiraríamos del balcón, respondí. Se rió y dijo que él podía colgarse, hacer una dominada inversa y volver a subir, como si nada. Nah, estas curadísimo, hueón, le dijo su amigo Henrique. No, hueón, es algo que se hace en este mundillo desde siempre: eso de colgarse en balcones o caminar por barandas. En la literatura chilena está lleno de esos ejemplos, amigo Henri, le respondió Toher. Henrique rio nervioso. Ya, pero es mi fiesta, capaz que me opaques el lanzamiento del libro por un lanzamiento por la ventana. Bueno, si es que él dice que puede, quizás pueda, dije yo. Anuel afirmó con la cabeza, dejó el vaso que tenía entre las manos y procedió a encaramarse en la baranda. Cuidado, hueón, le dijo Henrique. Sí, sí, Henri… Anuel pasó una pierna, luego la otra. Empezó a dejar caer su cuerpo de a poco. Sus brazos temblaban. Su pulgar se apegaba al puño. Las manos le empezaron a sudar como condenadas. Ya, no huevees, te vamos a ayudar a subir, dijo Henrique. La frente le sudaba y sus brazos por cada segundo bailaban más. Esto es poesía, dijo alguien en el balcón. Vimos a Toher complicado y decidimos ayudarlo. Al agarrarlo de los hombros el sonido de una botella interrumpió el acto. Unos gritos se escucharon de adentro. Coitos interruptus, dijo el mismo del balcón. Henrique soltó a Anuel y corrió a ver qué sucedía. Anuel me dijo que lo dejara, que fuera apoyar en la situación de adentro, que él estaría bien. Tienes que controlar las pulsiones de muerte, le dije. Sí, estoy trabajando en ello, me respondió.

Entré al living y ahí estaban: Javier Godoy con un cuchillo de mantequilla en la mano.

La Salamanca, nariz sangrando y una botella quebrada en su mano derecha. En la izquierda, Valeria, cual prisionera, sin enterarse de lo que sucedía. Henrique, boquiabierto, estupefacto, manos en la cabeza, piensa qué decir. Oigan ya es tarde, ¿compremos algo para seguir disfrutando?, dice.

¡Me cagaste la noche!, le grita La Salamanca a Javier, ¡me volviste loco, hueón! Si no te retiras de la poesía, Javier, la asesinaré en nombre del arte. Por pasión. Para que veas que hiciste mal en sacarme los choros del canasto. Y sí, Henri, compra algo.

Javier no sabía si creerle.

La música árabe se mantenía sonando en el ambiente. El ambiente estaba colmado de humo. La Antonia llegó a mi lado y me dijo que nos fuéramos, que no entendía nada. No, tranquila, le dije, así son en este mundillo. Javiera se sacó la chaqueta de cuero y se acercó por detrás, con el sigilo de su estatura, a La Salamanca. ¡Ahora, tocayo!, le gritó al Javier.

Javier, con su altura, se lanzó sobre Ernesto y Javiera le agarró la mano del arma. Comenzaron a forcejear. La gente, nerviosa, comenzó a fumar más; un cigarro, dos, tres, cuatro. El humo no dejaba ver nada. Se oían ruidos, golpes, gemidos, gritos efervescentes, cánticos rusos, irlandeses, y citas a Joyce. Entre tanto, se oyó un grito fuertísimo, desgarrador. Todos en silencio de muerte. ¿Qué chucha pasó?, dijo Henrique.

¡Me saqué la conchesumadre pero caí bien!, se escuchó de afuera.

La pelea entre La Salamanca y los tocayos terminó ahí. De alguna manera, Valeria terminó acostada en el sillón. Ni siquiera estuvo durante la pelea.

Para apaciguar y cambiar los ánimos, alguien puso «Gata Only», el primer reggaetón de la noche, y la gente revivió. Anuel Toher subió corriendo al departamento. Valeria se levantó de la tumba. Yo me sé ese Tiktok, dijo alguien. Javier Godoy le contó a Ernesto que él escribió un poema sobre la canción, Ernesto le dijo que se lo enviara y lo trabajaban a futuro, que quizás podría leerlo en algún evento. Yo le dije a la Antonia que bailáramos. No te hagas tantas ilusiones que luego te la cambian, me dijo, si acá no escuchan esa música. Y así fue. Alguien desconectó el parlante. Hijos de puta, dije. En la quietud del momento, pudimos escuchar a un viejo de la calle que gritaba que bajaran la música, que quería dormir. Henrique salió al balcón y le dijo que la música se había acabado, pero que vendría otra cosa, una ofrenda a la luna.

¿Alguien tiene mi libro a mano?, preguntó.

Henrique, nosotros nos vamos, le dije, estamos cansados y la Antonia no aguanta más el olor a cigarro. Él nos agradeció por haber ido, y nos pidió disculpas, aseguró que era raro que sonara un reggaetón en su fiesta. No te preocupes, le respondí, música de mierda.

En la calle el viejo nos pidió una moneda. Vivimos del arte, le dijimos.

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