Mariana Cabrera
Desde hacía varias semanas volvía sola del colegio. Salía apenas tocaba el timbre o se demoraba en guardar sus cosas en la mochila para evitar a sus compañeras. Una vez incluso se escondió detrás del álamo de la entrada para que no la vieran. No era que ya no quisiera estar con ellas o que no extrañara las caminatas con chisme por la avenida, pero el calor de la primavera había traído, como una marca de fuego en el vientre, la urgencia de ese otro camino, el que bordeaba la ruta, donde los campos herían la mirada con la luz del mediodía. Ese camino más inclemente que era donde ahora ardía su sangre.
Cuando se enteraron del asunto, sus amigas le hablaron de hierbas y amarres que propiciaban el amor. Solo necesitás el nombre, dijeron. Pero ella desconfiaba de esas brujerías. Simplemente se desviaba después del colegio, por el camino largo, el de los pastizales, para verlo. Debía tener más o menos su edad, pero las horas que ella pasaba entre libros, él faenaba a las vacas, arrancaba la hierba mala de la tierra o rastrillaba el terreno hasta que los callos se le endurecían en las manos. Cada tarde, interrumpía un momento sus labores y se secaba el sudor de la frente mientras la miraba pasar. Era una mirada descarada. El viento traía el olor dulzón del estiércol y a ella le gustaba hacer como que no lo veía.
Fue en las fiestas de octubre cuando un viento fatal le susurró el secreto. Era la noche del baile, la última de la feria de primavera. Una de sus amigas la tomó del brazo en medio de un giro y le dijo al oído: Sé cómo se llama. Toda la sangre le subió a la cara. Un fuego la arrasó por dentro al escuchar el nombre.
*
Esa noche volvió sola a su casa. Tenía la esperanza de encontrárselo, por eso dobló por el camino a campo abierto que daba al rancho en lugar de seguir por la avenida empedrada que cruzaba el pueblo. No le había costado deshacerse de sus amigas: cada una volaba como una mariposa o un satélite sobre alguno de los bailarines de la comparsa municipal que pasaba por allí una vez al año.
Tenía un secreto nuevo. Pronunció su nombre bajito, saboreando cada letra, como si de ese modo pudiera invocarlo. Una, dos, cinco veces. Entonces lo vio. Estaba parado en la espesura negra del campo. La miraba con ojos feroces, poseído, como si hubiera estado esperando. Ella se paró en seco y él se le acercó despacio. Sus botas crujían contra el pasto. La miró de frente y no se dijeron nada. Olía a cuero de vaca recién carneada. Sus ojos amarillos la devoraban como bichos rapaces, se le metían abajo del vestido, le olían el pelo. Contenían el silencio ensordecedor de la noche. Pero su cuerpo no se movía.
Una urraca chilló al fondo del monte y él le agarró el brazo con fuerza. Las yemas se le clavaron en la carne. La arrastró hacia uno de los costados del camino. Ella se zafó de un tirón y lo empujó. Él apenas trastabilló e, irguiéndose de nuevo, la agarró del pelo y la empujó atrás de los matorrales, donde la luz de la luna no da refugio y todo brilla encantado por una claridad siniestra.
*
Una luna crecía en su vientre como una bola dura que intentó esconder mientras pudo. La fajaba al torso con una cinta apretada para que se quedara allí, plana, quietita. Para que dejara de una vez ese latido insistente.
No sé dijo cuando le dijeron si se sentía bien.
No sé dijo cuando le preguntaron si quería repetir el plato.
No sé dijo cuando la llamaron del colegio para ver por qué faltaba a clases.
No sé dijo cuando la vendedora seguía trayendo talles más grandes.
No sé dijo el día en que no salió de la cama.
No sé le dijo al médico, ante cada pregunta.
No sé dijo cuando le preguntaron quién había sido.
No sé dijo cuando la madre le propuso alternativas.
Pero algo tenía que hacerse, así que unos meses después agarró todo lo que necesitaría de la cocina, la espátula con más filo, la sal cicatrizante, y volvió al claro en el descampado donde lo había encontrado aquella noche. Quería estar sola y que fuera en el mismo exacto lugar. Caminó con cautela, recordando, sintiendo todavía en el cuerpo los empujones, el desgarro, la noche salada en la boca. Se paró en seco y esparció un círculo de sal sobre el pasto. Cuando escriba tu nombre un dolor antiguo te doblará sobre tu vientre y vomitarás escorpiones negros. Hizo un pozo con la espátula y enterró un papel con el nombre.
*
El sol le daba de frente mientras calentaba el agua del mate. Eran las tres de la tarde y otra vez la calle estaba solitaria. Pero su madre se había demorado en la entrada. Escuchó cómo estrujaba el paquete de medialunas que había ido a comprar, tan solo de nervios. Escuchó los susurros de la vecina cuando le dio la noticia. Vio, Carmencita. Alguna manguera regaba a lo lejos. El hijo de Don Julio, qué tragedia. Las burbujas reventaban en la superficie del agua. Parece que lo mandaron a Buenos Aires, a curarse. Pero yo no sé si… Un pájaro con un gusano en el pico cruzó el cielo que se recortaba en la ventana. Tan calladito que era… parece que le agarró el bicho por dentro. La vecina bajó más la voz. Su madre se persignó. De eso no se habla, dijo y la vio despedirla con un gesto de la mano, como ahuyentando una maldición.
Sacó la pava del fuego. Se acarició la panza y pensó: te llamaré Nocturna.
Mariana Cabrera (Buenos Aires, 1988). Estudió Letras (UBA) y la Maestría en Escritura Creativa (UNTREF). Fue librera, editora y traductora. Actualmente se desempeña como docente de Literatura y Redacción. Coordina talleres de escritura creativa y clínicas de obra. Participó en el V Congreso Internacional de Letras con su investigación sobre literatura brasilera. Fue gestora cultural en el colectivo Marta Latina.


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