En el nido de los dioses

Miguel Mujica de la Riva

Encontró entonces el indio una imagen de la virgen y escuchó una voz celestial que le decía «Anda, Collo, y dile a tu pueblo que me has encontrado». Tomó la imagen y se la llevó a su choza.

Leyenda popular sobre la toponimia de Andacollo

Cuando la tribu atravesó el estrecho sendero, observaron, desde la ladera llena de matorrales de hojas duras, un colosal valle cubierto por una neblina que no permitía ver su fin. Esa neblina —inexplicable, considerando el sol que les quemaba la mejilla izquierda y la sequedad en el aire que hacía que les picara la piel— despertó su curiosidad, y resolvieron atravesarlo antes de seguir con su viaje en búsqueda de ríos y pasto frescos para el ganado. Mientras bajaban por las faldas con sus animales, acompañados por lagartijas e insectos, los ojos de los hombres de la delantera —cuya injustificada confianza lideraba la tribu— divisaron una sierra de delgados monolitos a través de la neblina. Algunos monolitos eran del mismo color del cielo, mientras que otros eran grises como la ceniza, pero todos nacían del suelo como gigantes estalagmitas que desafiaban a los montes. Notaron también filas de peñascos más achatados, pero que aun así superaban la media docena de hombres en altura, con filas de incrustaciones de cuarzos traslúcidos al exterior y pequeñas aberturas cavernosas que permitían ver su interior hueco, todas invadidas por plantas trepadoras. Aquellas formaciones estaban separadas entre sí por ininteligibles redes de quebradas poco profundas que variaban en grosor, erosionadas por cauces donde ya no pasaba agua.

La vegetación que podía observarse estaba dispersa de forma desigual a lo largo del valle. Los árboles, mucho más grandes y puntiagudos que los que la tribu vio en los cerros, se organizaban pegados a algunos de estos cauces secos, aunque sus raíces no parecían unirse a él ni entre sí. Vislumbraron tierra y pasto amarillo entre la red de peñascos, además de muchos oasis como manchas verdosas.

Al llegar a la planicie, pudieron recorrer poca distancia sobre un arroyo seco antes que los niños de la tribu empezaran a lloriquear y quejarse por sus pies, que se pusieron rojos y duros por el calor del suelo. Los adultos, que llevaban ojotas de cuero, creyeron que los llantos se trataban de otro capricho de los niños, tan tontos y morriñosos. Cuando se volvió imposible acallar sus chillidos, tocaron la superficie con las palmas de sus manos y se dieron cuenta de que el terreno del valle no era ningún tipo de tierra ni arena, sino que un ardiente mineral, rugoso y pegadizo, que cubría casi todo el valle. Era una agrietada roca madre, grumosa, de color plomo y cubierta de manchas blancas y amarillentas.

La confusión los obligó a parar nuevamente para organizarse y las madres llevaron a sus hijos a la caverna de uno de los peñascos, donde les mandaron que se quedaran. Ahí, los niños sintieron la frialdad del suelo e intentaron dormir para olvidar el hambre. Los adultos vieron que eran espaciosas estancias iluminadas tenuemente por la luz del sol, que se inmiscuía a través de pequeñas aberturas. Calcularon que ahí podían caber todos los animales degollados que un anciano había visto durante su vida y, al visualizar tal carnicería, se repugnaron. Se designó aquel como el punto de encuentro. El resto de la tribu decidió separarse en grupos para ir con los animales a los oasis, esperando encontrar pasto.

Bandas de como mucho tres personas pasaron por las silenciosas quebradas. Intranquilos en su marcha, echaron en falta el ruido de un arroyo, o el canto de un pájaro negro, o el sonido de la brisa. Pudieron observar de cerca los enormes árboles de tronco manchado que no daban nada, tan alejados los unos de los otros que ni siquiera les servían para cubrirse del sol, aquel radiante sol que iba bajando con calma en su senda por el firmamento. El paso solo era interrumpido por la sed de los animales, que se reunían alrededor de pequeños estanques de agua sucia.

Después de varias horas, las bandas volvieron al punto de encuentro y se prepararon para el ordeño a la hora habitual. El ocaso invitó a los niños a salir de sus refugios en manada y se empezaron a repartir pieles y a encender fogatas y antorchas, mientras se compartían detalles sobre el pastoreo. Algunos mencionaron haber visto unos desfiladeros mucho más hondos que el resto por donde todavía pasaba agua. Otros dijeron haber encontrado oscuras cavernas subterráneas, que no terminaban nunca y donde se escuchaban murmullos. En ese instante, quienes sabían calcular se percataron de que faltaba por llegar al muchacho de la cara amplia, el de ojos afilados, que fue al oasis más grande pastoreando un becerro. Recordaron entonces que ese era el becerro más gordo que tenía la tribu. Intranquilos, volvieron a contar el ganado, pero era cierto, solo faltaba ese. No tardaron en llegar las acusaciones ajenas, los insultos entre pastores y los lamentos por el animal.

Antes de que se acrecentara la preocupación, uno de los caciques dictó a la tribu que armara una expedición en su búsqueda, y que fueran todos, para que pudieran ser testigo de las excusas del muchacho cuando no supiera responder por la pérdida del valioso animal, y dictar ahí mismo su castigo. No se veía ninguna estrella en el cielo, así que las sacerdotisas no pudieron identificar mensaje alguno de los dioses. La luna, por su parte, los acompañó subiendo por su diestra, mientras ellos marchaban junto a animales y niños, cargando antorchas y lanzas.

Al llegar al enorme oasis, se encontraron con el becerro desorientado, que no parecía haber sido atacado por depredadores, y adentrándose en el pastizal llamaron por su nombre al muchacho y escucharon una voz joven que respondía. Entonces oyeron un grito de miedo y se apresuraron a encontrarlo. Lo hallaron tirado en el pasto y temblando de miedo. Nunca habían visto aquellos afilados ojos tan abiertos. Ignoraba al resto de la tribu, observando espantado un objeto en la oscuridad. Ahí fue cuando lo vieron.

Sobre una roca se erguía el hombre más alto que cualquiera de ellos había conocido. Más grande que cualquiera de la tribu —que cualquiera de las tribus compañeras; que cualquiera de las tribus enemigas— que aparecía como un enorme animal parado en sus patas traseras. Era un coloso que medía dos jabalinas completas, con una mirada inquebrantable hacia los cielos y un ademán que confundía la solemnidad con la determinación. Llevaba una manta pegada al cuerpo que permitía ver su silueta desnuda y botas que cubrían sus piernas y muslos, además de un taparrabos. Una de sus manos descansaba entre los pliegues de la ropa, mientras que la otra sostenía su cuerpo con un báculo.

En seguida se percataron de que su piel, vestimenta, cabellos y bastón eran todos del color de la leche: un blanco de tal claridad que reflejaba la tenue luz de las antorchas. En su confusión, la tribu se miró los unos a los otros y notaron que la cara de ese hombre, a diferencia de las suyas, no estaba curtida por el sol, ni tenía manchas ni arrugas; de ella no salían lunares y sus labios no estaban resecos por la sed. Notaron también que sus manos eran completamente lisas, que sus cejas eran pobladas y que su pelo no se despeinaba con el viento.

Su enormidad espantó a los niños, quienes no pudieron escapar del agarre de las encrespadas manos maternales. Miraban boquiabiertos a la aberración. Los hombres, ocultando su temor con ira, lo insultaron y provocaron, escupieron sus pies y golpearon sus piernas, que eran duras como el hueso, pero nada parecía perturbarle. Su desatención solo empeoró el horror de la tribu y los hombres le lanzaron azagayas al torso y piedras a la cara, además de las heces de los animales. Aun así, aquel hombre no hizo el mínimo esfuerzo por defenderse de la horda, que intentaba quemarlo con fuego. Los niños comenzaron a llorar desgarradamente de pavor.

Fue entonces cuando un único grito anciano acalló el caos. La sacerdotisa mayor ordenó que todos dejaran de atacarlo, pues no era un enemigo, sino que uno de los dioses. Resultaba lógico. Su estatura y fortaleza, su carácter inquebrantable, la belleza de su figura. Todo daba a entender que era digno de veneración, que no era como el resto de los hombres: que ni siquiera era un hombre.

¿Pero por qué tenía ese color? ¿De dónde provenía esa blancura? ¿Por qué no reaccionaba? Después de estudiar a la figura, la sacerdotisa aclaró con más detalle: se trataba de un dios dentro de su huevo. Si los hombres nacen y mueren, también así lo hacen los dioses, y frente a la tribu se encontraba el huevo de un dios todavía no nacido: un ídolo nonato, que había hecho de aquella cúbica roca su nido. Se explayó y dijo que todos los dioses nacen en cuerpos ya maduros, con ropas hermosas y saliendo de huevos impenetrables para los humanos, que, como si fuera poco, están hechos a la medida de su figura, para mostrar su belleza. El extraño valle tenía que ser la cuna de ese dios, cubierto con neblina para no ser encontrado por los hombres y situado sobre esa roca ardiente para alejar a los animales sin pezuñas, pues son impuros. Aquel enorme lugar, donde estaba la tribu parada, debía ser refugio de muchos dioses más, que habitaban en las cavernas que encontraron, dónde se escondieron burlescamente de la tribu dentro de su oscura inmensidad.

Entonces supieron que los dioses debían ser mitad hombre y mitad pájaro, porque nacían de huevos. Y supieron también que los dioses eran cavernícolas, porque moraban peñascos ahuecados.

Cuando terminó la explicación de la sacerdotisa, todos miraron los tiernos ojos de aquel dios, que ahora parecían apenados, y sintieron culpa en sus corazones, y le acariciaron las piernas y limpiaron su nido. Fijándose en su báculo, descubrieron que ese dios nacería para ser el dios de los pastores, nómadas y peregrinos, y se encomendaron a él para encontrar parajes más verdes en su camino. Las embarazadas tocaron sus manos para que sus hijos nacieran sanos y los ancianos tocaron su bastón para que les indicara el camino una vez muertos.

Quienes más habían blasfemado contra el ídolo se arrodillaron a sus pies suplicando por su perdón, y sus mejillas se enrojecieron y empaparon de lágrimas sinceras. El muchacho pastor se paró del suelo y también le pidió disculpas. Los caciques y sacerdotisas resolvieron organizar un nuevo fogón frente al huevo, para ofrendar sus bailes y canciones, y sacrificar al becerro para rogar perdón por el traspaso indebido de la tribu a ese valle.

Primero hicieron una ofrenda ígnea completa, lanzando al animal recién encontrado al fuego. La llama lo consumió rápidamente e iluminó la cara del hombre-dios-huevo, que parecía estar en paz.

Los jóvenes bailaron encorvados y dieron vueltas en el aire por encima de la fogata avivada, mientras los ancianos cantaban cíclicas canciones, mientras golpeaban rítmicamente piedras redondas entre sí. Así estuvieron horas, dando vueltas y vueltas alrededor del fuego, hasta que la fatiga hizo que los danzantes cayeran exhaustos en el pasto, y que la música cesara. Después del rito, los sabios miraron a los cielos y pidieron a los dioses permiso para quedarse en el valle hasta el amanecer, jurando jamás volver a ese lugar restringido, y el silenció de la noche aprobó la petición. Recolectaron los huesos del becerro en la fogata muerta y los guardaron.

Se despertaron con las primeras luces de la madrugada, habiendo dormido tranquilos bajo su tutela. Antes de irse, rezaron frente a su nido, miraron su tranquila cara y se despidieron de él. No respondió. Cargaron sus pocas posesiones a lomos de los animales y aprovechando la frialdad del suelo atravesaron el valle y subieron por una ladera tan rápidamente que no pudieron pararse a contemplar el amanecer a su diestra. Atravesaron otro sendero rocoso, dejando el valle tras de ellos para no volver nunca más.

Durante los días siguientes, los mejores artesanos se dedicaron a tallar ídolos de hueso a Su semejanza, para que los acompañara en su viaje. En las fogatas del futuro tocarían esos ídolos, cerrarían los ojos y recordarían Su mirada tranquila, Sus manos lisas, la autoridad de Su báculo y Le invocarían cada vez que un niño cayera enfermo o antes de atravesar el desierto, y sentirían como les invade Su valentía. Y tuvieron fe de que, una vez nacido, Él los protegería mientras vagaban la tierra. Pero para ese entonces ya Le habrían atribuido tantos milagros que no se podrían enumerar con todos los astros del cielo, y de a poco llegarían a la conclusión de que ningún otro Dios —si es que siquiera había otros dioses— sería tan digno de su veneración como Él, porque el resto de dioses se escondieron de la tribu, pero Él dejó que lo encontraran.


Miguel Mujica de la Riva (Valdivia, 2004). Desde que tiene memoria vive en Santiago. Estudia Sociología en la Universidad Católica de Chile. «En el nido de los dioses» es el primer cuento que ha escrito e intentado publicar. Las influencias del relato son «El ahogado más hermoso del mundo»de Gabriel García Márquez y «La casa de Asterión» de Jorge Luis Borges.

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