El verano que nos queda

Natalia Figueroa

Miro el árbol flacucho que está al fondo del patio. La luz cálida de la tarde hace brillar sus ramas más altas. Sus frutos agarran un color cada vez más intenso entre amarillo y anaranjado. Me pregunto si es la hora en que toman más dulzor. Cuando escucho la voz de mi papá que me anima a sacar uno, corro como si fuera una competencia por alcanzar los últimos que están a mi altura. Me pongo con los pies en puntas y lo desprendo. Mis dientes se hunden en su pulpa tan densa que apenas logro encontrar el cuesco en la profundidad de su fibra. Pienso en cómo suspender los segundos para que esta sensación no se acabe nunca y muevo el trozo con lentitud dentro de mi boca para disfrutar hasta la última gota de jugo en mi paladar. Cuando los frutos alcanzan su máximo tamaño miden más que la palma de mi mano. Es también el momento en que las ramas comienzan a inclinarse hacia el otro lado del muro. Veo a mi mamá subida en la escalera, casi en el último peldaño, cosechando todos los frutos que cruzan la pandereta. En una bolsa grande, de esas del supermercado, los amontona y se los lleva a los vecinos. 

El árbol será tan generoso como nosotros seamos capaces de serlo, repite cada año. 

Es mediados de diciembre.

Collage de Oriana Vilches creado para el texto.

*

Mi hermana nace el primer invierno de los dos mil. Mi mamá bordea los cuarenta y su embarazo califica como de alto riesgo, pero mi hermana se avecina a este mundo con coraje. Con su llegada, no solo crecería la familia, sino que también la casa. Tendríamos una casa de dos pisos. La época en que todas las casas de la villa comienzan a ampliarse coincide con la generación de «los hermanos chicos» o los segundos hijos de esas parejas jóvenes que llegan a formar familia a una comuna del poniente de Santiago. 

Las casas pareadas se levantan en las nuevas villas. La nuestra tiene calles y pasajes con nombres en mapuzungun. Los leo en los carteles instalados en las esquinas. Nosotros vivimos en Koiko, que quiere decir agua. Pienso en las lluvias del invierno y en cómo las aguas descienden en pendiente formando riachuelos que llegan a la avenida principal. Allí, donde todas las aguas se juntan, avanzan hacia el canal de regadío que siempre está a punto de desbordarse. Ese canal está justo frente al paradero de la micro que me deja cerca del colegio. Veo sus aguas turbias y me quedo pegada a la rejilla por si asoma la cabeza algún ratón, de esos gigantes. Trato de asustar a mi mamá, que me mira con una cara de asco mientras sigue atenta por si viene la micro a lo lejos, porque dejó encargada la guagua con la vecina y solo se va cuando me subo. Cuando estoy arriba, veo que cruza la avenida en dirección a la casa. 

Quedan pocos días de clases. 

*

Las casas han ido ocupando la tierra fértil de los márgenes de la ciudad. Aun así, en nuestra plaza tenemos árboles frutales que cuidamos entre todos los vecinos del pasaje en el que vivimos. Los cosechamos por temporadas. Hay muchas cajitas de cartón amontonadas que recolectamos para llenarlas de frutos. En un juego incansable: yo y otros niños nos encargamos de cortarlos, echarlos en las cajitas, limpiarlos y guardarlos en bolsas e ir repartiendo casa por casa, en un peregrinaje que dura hasta entrada la noche. Imagino que es como ver a mi mamá haciéndolo en nuestro patio, que nuestro árbol son muchos árboles, pero ahora lo hacemos en la plaza de la esquina. Los cinco árboles que plantamos cuando llegamos a la villa ya han crecido lo suficiente como para regalarnos un kilo por casa, quizás más. Terminamos con las manos pegoteadas por las ciruelas que se nos deshacen.

Las clases por fin terminaron.

*

Una tarde, mi papá se sienta en el escritorio a pensar nuestra nueva casa de dos pisos. Traza planos. Hace múltiples dibujos en los que me imagino recorriendo como dentro de un juego en miniatura. En todos ellos, el tronco flacucho del árbol aparece en el límite de un muro todavía imaginario. 

Los años de un árbol se calculan en el tronco—, recuerdo que alguna vez él me lo dijo. 

Lo veo moverse inquieto: ir al patio, sacar la huincha, medir desde el tronco en línea recta, acortar unos metros o unos cuántos centímetros, volver a trazar líneas. Raya las hojas de su cuaderno acomodando esa estructura que crece en su cabeza. Obstinado, lo hace varias veces hasta que guarda sus planos en su cajón del escritorio como un tesoro. 

El silencio que guarda reaparece convertido en palabras unos días más tarde. Con un tono serio, pero nunca severo, nos pide sentarnos en el comedor, los tres, porque la guagua está en la cuna y mi mamá es feliz cuando por fin pasa eso. Pone su cuaderno sobre la mesa. Lo escuchamos, sin comprender mucho al comienzo. Nos muestra los bocetos, los cálculos que ha hecho, los metros cuadrados, el espacio vacío. Después, viene el muro. Mi papá toma el lápiz y dibuja unas líneas debajo del árbol que se alargan subterráneamente hasta chocar con el espacio demarcado para la construcción. Con una mano en su mejilla y el ceño fruncido mientras raya el plano, insiste en hacerlo de otro modo, pero no encuentra el modo y yo solo pienso en lo que haría el cemento con eso que se obstina en seguir creciendo, en lo que haría tanto cemento con esa tierra. 

Nos levantamos de la mesa y el murmullo que cada uno lleva adentro se pierde en algún diálogo de la televisión que acaba de prender mi mamá. Una sensación extraña se expande dentro de mí. Se aloja en una parte de mi cuerpo y, al mismo tiempo, en todas. Se extiende como las raíces del árbol y absorbe la humedad que hay dentro de mi para devolverla en forma de llanto: uno contenido y otro que llegaría después. Me quedo frente a la pantalla sin ver realmente lo que están dando. No me interesa nada más que entender esa ausencia que se comienza a dibujar sobre el terreno trasero de nuestra casa.

*

Días después, me despierta el movimiento en el patio. Me encuentro con un arsenal de materiales instalados: vigas, fierros y planchas de zinc. Sabíamos que así sería el inicio del verano, que no iríamos a la playa como todos los años y que respiraríamos polvo por un par de meses. Nos prometimos ser pacientes. 

Salgo al patio a ver lo que hacen los maestros. Me saludan. Me explican para qué sirven las herramientas que llevaron y, en ese momento, el árbol está justo enfrente nuestro. 

Al rato, mi papá habla con ellos. Les pide que lo hagan antes de que él vuelva del trabajo. Mejor, no. Mejor, no. Mejor-no-estar. Mejor-no-ver. La frase la completo yo. 

Pero nosotras sí, sí estamos.

Apenas nos avisan que van a comenzar, se me aprieta el corazón, como cuando la micro no viene y estoy atrasada, y mi mamá se empieza a desesperar y yo no sé qué hacer, o como cuando la guagua llora, llora y llora, y no sé qué hacer. Solo ocurre delante de mí. Creo que el árbol es como un niño, igual que yo, porque hemos crecido juntos durante el mismo tiempo en esa casa. Siento que lo que le están haciendo es injusto porque me duele como si fuera en mi propio cuerpo.

Mi mamá, con la guagua en brazos, se asoma por la ventana hasta que terminan. Yo, después de un rato, miro también. Me quedo ahí. Miro la tierra y el hueco que queda en el patio, lleno de raíces que ahora ellos toman entre sus manos para arrancarlas. Pienso en el flujo de agua que va desde el canal de regadío que tenemos tan cerca hasta la tierra que hay debajo de nuestra villa. Pienso en cada uno de los árboles de la plaza, en nuestras manos escarbando la tierra, en los gusanos, en las piedras y en los chanchitos de tierra. Pienso en todo lo que hay antes del cemento y en el verano que nos queda. 


Natalia Figueroa Sepúlveda (Santiago, 1992). Periodista. Participó en los libros Agitadoras: siete perfiles de un Chile feminista y Chile Crónico: Las mejores historias periodísticas de un año para no olvidar (Berrinche Ediciones). Fue finalista del I Premio Nuevas Plumas 2024. Escribe reseñas de libros en Revista La Lengua.

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