UNA carta de amor: cosas erróneas, palabras inexactas cuando «saliva la vida de los que callan la sed»*

Nadia Prado

Son tiempos de regresión radical, y contra esa regresión, queda recordar para no volver a hundirse, porque para ser, escribiste en Salir, se necesita una historia. Pero no he «fabricado tiempo en cantidad suficiente para anudar un relato» (Salir), que se me pide y me lleva a ti. Intento componer, «colmar los trechos» donde están los hechos. No me molesta hoy ninguna disonancia, todo es cacofónico y disonante en estos tiempos. El fascismo que viene de vuelta, unido al sionismo de extrema derecha, da pavor y es altamente disonante, cómo entonces «pertenecer, penetrar la mudez» (Salir). Nuevamente afasia, atropello, locura. Repetición de sonidos con efecto desagradable. Toda deliberación castrense para infundir miedo es cacofónica, ruidos reiterados que se intensifican, así también las explosiones en Gaza y sobre los cuerpos. Pero saber, de nuevo, leyéndote, que la «condena del silencio» fue «la fuerza del silencio» (Salir), como cuando la burguesía puso fin a la experiencia de la Unidad Popular, que dices, y concuerdo, fue una fiesta. Entonces el cuerpo roto, el fin del grano de locura, de bella locura, lengua trunca y comienzo del miedo.

2023: el año en que pude hablar sobre el miedo que llevé a cuestas durante diecisiete años, soterrado por casi cincuenta. El recuerdo va soltando y la memoria falla comprimiendo. Otros miedos seguirán guardados o incubando, aun así, se dice algo. Este pensamiento se empalma con uno tuyo en la película que hizo sobre ti el poeta y cineasta belga Andrés Romus. Dices: «Junio de 1986: Estos últimos días me dije que vivíamos un mal sueño que debe acabar. Lo comparaba con un duelo en el que habría que vivir en bloque lo que sucede. Puesto que va a acabar algún día, abre la posibilidad de atravesarlo en sueños viviendo a medias. Terminaremos de comprender más tarde cuando despertemos del todo». 

Las palabras, escribe Alejandra Kamiya, «sueltan lo que nombran y se alejan como globos para diluirse en el silencio», y después reaparecen, como el globo rojo que persigue un niño en el mediometraje El globo rojo de Albert Lamorisse. En medio de una ciudad bombardeada, el globo alegra momentáneamente el día de los niños. Algunos intentan romperlo, pero las palabras y el globo tienen vida propia. Una imagen que me recuerda los ejercicios que hacíamos, mecánicamente, en medio de la ciudad ocupada el 11 de septiembre de 1973. Ejercicios para recomenzar cada día, hábitos para intentar vivir en medio de la sobrevivencia. En un poema inédito escribes «estos pensamientos al fondo de una voz van a morder la distancia». Pienso: morder la distancia. Coger con los dientes un tiempo ido que quiere recobrar su peso. Nunca me doy cuenta de que es 25 de enero. Es como si quisiera que la fecha se volatilizara, pero la data no funciona así. El corte, único e irrepetible, es «lo que vuelve a marcarse como la única vez: eso que a veces se llama una fecha», como leemos en Shibboleth de Derrida, «a lo que [este] puede ofrecer de resistencia al pensamiento. Y es de ofrecimiento de lo que se trata, y de lo que una resistencia semejante da a pensar». Quise darme a pensar, echarme a pensar por qué paso por alto la fecha, tu fecha. No se trata del duelo ni del dolor, sé que es más que eso. Otra vez, lo que vuelve a marcarse se suspende unos días hasta que más tarde cuaja. No lo sé. En todo caso, una frase que te hacía reír porque implicaba que mi obsesión iba en aumento, pero, en todo caso, «inscripción de fechas invisibles» (Derrida). Quizás aún no «pongo la fecha en práctica» (Derrida). Tal vez lo que haya que poner en costumbre sea algo que resplandece, pero no por ser una realidad indeterminada sino porque aún no termina de darse. No sé qué es, quizás una palabra convertida en globo que vuela sobre la ciudad mientras los niños en medio de una nueva guerra lo persiguen. Dices, en la película de Romus, que cuando retornas a Lieja, donde estuviste exiliada, «vuelve a ser Lieja. Y es tan así que podrías retomar tu canasto e ir de compras donde siempre. Es algo que permanece intacto». Creo que podría tomar mi mochila, caminar algunas cuadras por Manuel Montt o rodear el perímetro y entrar por el callejón de Miguel Claro hasta Pasaje Navarrete 1193. Tocar el timbre, que salgas a abrir, sentarnos bajo la flor de la pluma, conversar de una y mil tonteras y de nada. Las cosas abren y cierran en el recuerdo, y sigues estando allí. También es algo que permanece intacto. Tomarnos ese pésimo café helado que preparabas con hielo y Nescafé instantáneo. En todo caso, ahora ese pésimo café que a veces preparo para recordarte me parece delicioso. 

Gestos singulares que nos hacen ser, tener una historia, llorar, reír. Como en Sin sol de Chris Marker, otro de nuestros favoritos, que cuenta que la prensa habla sobre un hombre de Nagoya que perdió a la mujer que amaba y que, en el mes de mayo, tiempo de florecimiento en Japón, se suicidó porque no pudo soportar escuchar la palabra primavera. Sé que cuando muera mi madre, que hoy se separa de su memoria, me estremecerá ver a alguien pelar una fruta tratando de evitar, con éxito, que la cáscara llegue a destino sin cortarse. Un malabar en ella que retengo desde la infancia y que imito. No solo eso, cuando veo a alguien pelar fruta le pido que lo haga sin que la cáscara se corte. Las más poéticas entienden e intentan ese malabar. Cuando la cáscara no se corta me produce una alegría infinita. Ganas de celebrar como celebrábamos las cosas pequeñas, disturbios aunque mínimos que aletean suspendiendo la sofocación. Es lo que amábamos juntas, amo aún en tu ausencia. Caminabas rápido, yo muy lento. Encontrábamos un ritmo, que nunca me favorecía. Lara me reclama lo mismo, ella camina rápido, yo muy lento. R. me dijo «este camino que hicimos en tres horas se hace en una». Yo contesté «pero en una hora no es el mismo camino que el que se hace en tres». En todo caso, esas cosas te gustaban. No la resignación que a veces aparecía en mí. Eso lo odiabas. Me preguntaste ¿por qué caminas tan lento? No te alcancé a contar y, a pesar de que lo he descubierto, sigo demorándome, pero mi lentitud no tenía que ver con la resignación. Defendiendo el elogio del caminar te citaba a Pessoa: «No teníamos por vida más que el caminar unísono y diverso sobre un suelo mortecino». A veces toda nuestra conversación se construía con citas de libros. Dijiste que «la velocidad no es una sola», que hay que estar en contra de lo «que reduce los otros tiempos al silencio», en contra del «machacamiento de un futuro desgranado en actualidades», y que hay otra «velocidad que es preciso escribir» (Lo que vibra por las superficies). En todo caso, también extraño tus obsesiones, por ejemplo, recordar el nombre del recorrido de las micros. Me preguntabas ¿cómo se llamaban los recorridos de la locomoción que tomabas en tu infancia? Yo contestaba: Catedral Lourdes, el Golf Matucana, Tropezón, Pedro de Valdivia Blanqueado, Bernardo O’Higgins 1B, Central Ovalle. Los nombres fue lo que te alucinó en las Quebradas del Norte. 

Frente a un grafiti en Londres 38, le cuentas a André Romus: «Al comienzo de la calle Londres, este grafiti dice “VENGAZA”. Quisieron escribir “VENGANZA”, pero falta la N. Yo diría que falta la N de Nombre. No estoy a favor de la venganza, pero sí a favor del nombre. Es decir, estoy contra el olvido. Estoy a favor del nombre de los responsables».

Nuestras obsesiones nos mantenían conversando sobre los autores que nos gustaban. Muchas coincidencias, pero un hecho: nuestra amistad comenzó a fines de los ochenta en Cuarto Propio, trabajábamos una frente a la otra. Trajiste unos libros que andabas vendiendo de un amigo. Me dijiste que los vendías eligiendo a quién, uno por uno, porque tu amigo quería saber quién tenía cada libro. Miré el objeto, me pareció alucinante, pero era carísimo. Lo deseé tanto y, mientras no lo soltaba, me dijiste que te lo pagara en cuotas. Costaba ocho mil pesos, en los años en que un sueldo mínimo era de diez mil. Mi interés por el libro aumentó, así como tu deseo de que el autor se conociera entre los jóvenes poetas, aún sin publicar como yo. Su trama dislocada ensanchó nuestro diálogo, como decías: «Estuvo enjundiosa la conversa». Y de ahí en más recitábamos con variaciones algunos versos del libro: «Los pájaros cantan en pajarístico pero los escuchamos en español. Los humanos cantan en español pero los escuchamos en pajarístico. ¿Qué es la realidad? ¿Cuál es la realidad? El ser humano (…) soporta mucha realidad». 

Al día siguiente, me preguntaste si lo había leído. Sí, contesté, lo terminé de leer antes de terminar de pagarlo. Leí fiado. Respondiste a la usanza de un cartel de barrio: hoy no se fía mañana sí. Los pájaros solo pueden contar hasta cinco, te dije. Sí, las aves, como las abejas domésticas, melíferas y lobos saben contar. Te detuviste en melífera, luego fuiste a buscar la palabra en tu Diccionario de sinónimos, antónimos e ideas afines. Te dije que me gustaría un diccionario que fuera solo de palabras que no son afines. ¿De antónimos?, dijiste. No, respondí, los antónimos son afines. Risas por otra nueva dislexia mental. Te gustaban mis obsesiones, ya no sufro con ellas, pero extraño tu suave manera de desarticularlas para tranquilizarme. 

Todo se leía. Recorridos de micro, circunvalaciones, nombres de calles, de plazas, bares, objetos, errores, etc. Eras una Perec chilena inaudita. Me lo trajiste de regalo, un autor, como escribiste en la dedicatoria, que te abrió puertas: La vida instrucciones de uso. «Abre bien los ojos, mira» (Verne). «La mirada sigue los caminos que se le han reservado en la obra» (Klee). Todo es «fuente de error, de duda, de desazón y de espera» (Perec). Lo que cuelga en el mundo cae, se sostiene y persiste en nuestra mirada. «La mirada es presa de vértigo y los ojos deben ser plisados varias veces para distinguir» (Santa Cruz).

En todo caso, pienso hoy, que nuestras conversaciones tenían algo de los personajes de Beckett, que adorabas: duda y minimización, física y en el lenguaje, o como los de Kaurismäki, otro de nuestros favoritos. Lo corroboré hace poco, con Hojas de otoño. Alguien dijo que Kaurismäki «es un senséi de las frases cómicas breves». Ese hubiese sido un buen nombre para tú y yo juntas. Pienso que estaríamos riéndonos de los memes, esas pequeñas capsulas poético-filosóficas que se despliegan por las redes sociales. Pequeños antipoemas o incrustaciones martineanas para enfrentar una vida que hemos vivido en el desierto, en continuas devastaciones, penas de extrañamiento y capturas físicas.

La dictadura, en tu generación, que la padeció directamente, y en la mía, que la combatió, fue un anillo muy apretado que nunca dejamos de lastrar. Cada cruce, amalgama y densidad reflexiva está en tus libros, en tu detención en 1973, a los veintiún años, por la policía de Pinochet, en Londres 38 y en tu exilio en 1974 en Bélgica. No había forma, por eso, o quizás por otras cosas, de que te asimilaras al aparato cultural literario de la transición posdictadura y a cierto mercado editorial que gustaba de novelas «escritas como los instructivos de Ikea» (Harwicz y Tabarovsky), «operaciones mercantiles y políticas que invitan a alistarse, a enrolarse en un circuito que, paradójicamente y a pesar de las imágenes que sugieren lo contrario, separa a los cuerpos de su historia, les sustrae su densidad histórica, para fetichizarla en un montaje publicitario» (Lo que vibra por las superficies). 

Alcanzamos a cerrar, con la dificultad evidente, Esta parcela, tu libro póstumo. La dificultad evidente no era por lo evidente, sino porque en cada ida y venida para terminarlo pensaba «no voy a leer nunca más un nuevo libro de Lupe». Nunca más «esa luz permanente» en mi vida. Esa lírica terminal, como llamó Tamara Kamenszain a estas escrituras, me ronda aún. Hay allí algo porfiado y vital que te describe. Tribulaciones y amor. No tuvimos la posibilidad de sustraernos de una historia alevosa. Un día estábamos mirando volantines en el cielo y, al siguiente, el ruido de los Hawker Hunter, que, siendo niños, primero nos alegró, luego nos oscureció y empachó de gritos y lágrimas. Empacho, otra palabra preferida tuya. 

Jardín, deriva, ecartamiento, manchón son supuraciones y porosidades de tu pensamiento hacia el alboroto. A ese dejarse llevar por un terreno que es página, cabeza y cuerpo. Eres una escribiente instada por encuentros, por cosas y mundos diversos, incluso, si pensamos en Didi-Huberman, se trata de una deriva hacia la sedición y el levantamiento. Disturbio es otra palabra que respira en ti, específicamente en Ojo líquido: «Sí, ciudad árida si no es por su lengua, por sus escondrijos. Geométrica a no ser por los pasajes que introducen estorbo, disturbio en las manzanas del damero (las rompen en su centro)».

Podríamos hacer un diccionario con todas las palabras que en ti se anudan, soltándose, a la palabra escritura. Jardín, deriva, ecartamiento, manchón, disturbio, empacho. Palabras que alteran, que se meten en medio de la historia administrativa y desordenan el mapa autorizado. En ti, es oro todo aquello que pueda alterar, turbar la tranquilidad y la falsa concordia. Por ejemplo, si pensamos en el territorio, dirías, «devolver a las letras la dimensión que le ha sido escamoteada por el uniforme alfabeto. Como si no nos hubiésemos enredado en alguno de sus signos, y no fuesen el tartamudeo, la dislexia y la inaudita propensión a los lapsus una intensa relación con ese orden que nos antecede y por el cual queremos contra toda tranquilidad enhebrar palabras, enervarlas» (Lo que vibra por las superficies).

En esta petición, hecha por Julieta, de un texto desde el afecto, te ensayo a través del cuerpo que corre su suerte de manera espectral, en que el lenguaje exhibe la intensidad de su propia ausencia por venir y la porfía de las imágenes se vuelven puntadas hacia el pasado. Más que una escritura es deseo, pasmo, rapto, ruptura, aliento, potencia que abre espacio a lo que desaparece. Dices en el documental de Romus que «Smoke gets into your eyes» de The Platters es la primera canción que recuerdas; que tu madre la tarareaba mientras la escuchaba en el comedor de una casa en la que tenías menos de seis años y que aún ves las sombras, el color de las sillas, la luz, y que en realidad descubrías a tu madre en su propio mundo. Yo retengo a diario, porque también te descubría en tu propio mundo, Con su blanca palidez de Procol Harum. Tu favorita, cantada y escuchada hasta el cansancio en muchas veladas. Te mostré la versión de Annie Lennox y me pediste que te hiciera un disco con la canción grabada ocho veces para escucharla de forma continua por media hora. Lo único continuo en ti: tus maravillosas obsesiones.

Nos gustaba mirar a los mozos en el Hotel City, al costado de la plaza de Armas, cuando aún existía. Hablábamos demasiado de todo lo que «aún existía». A veces la memoria no tiene forma de corazón, sino de caudal. Sus borbotones nos atragantan. Todo lo que quisiera decir se hace nada atrapado con lo que no puedo decir aún. A veces nos preguntábamos en qué ocasiones nos habíamos sentido con el cielo volar, como ocurre en la canción. Quizás estas anécdotas sirvan para que algo escampe. No es bueno seguir teniendo la historia debajo de las uñas. Mucho menos los cuerpos. Es bueno terminar de comprender y despertar, aunque algunas pesadillas se repitan. Yo estoy aquí, aún, con amigos que te recuerdan y quieren, con jóvenes que te leen. Te enterarías de que las editoriales independientes son una utopía brillante en medio de la distopía, que le han robado terreno a las trasnacionales. Me doy cuenta, cada vez más, que leer no es solo preguntar, sino desobedecer. No hay que creer demasiado en el exceso de recepción, sino confundirse entre el murmullo y la algarabía de los menos ostentosos. Te lo diría bajo la flor de la pluma, donde encontrábamos, quizás por ilusión, soberanía, pero soberanía al fin. Tuvimos que leer mucho para sobrevivir, preguntar mucho para sobrevivir, tuvimos que desobedecer mucho para continuar viviendo. 

Cuando te recuerdo, el lenguaje se me aparece como un aquaplaning, ese fenómeno que tiene lugar cuando un vehículo cruza una superficie mojada, o un charco, y los neumáticos pierden adherencia y resbalamos. Sigo resbalando, no logro adherirme. Fuiste una maestra impecable. Conservo el deseo por lo que vibra y una cierta «feliz ingobernabilidad». Muchas anécdotas y mucha o poca vida, lo necesario para no hundirse en el nihilismo. Cuando no hay otra manera de decir, el lenguaje revolotea en la boca, en la ajenidad de las palabras hasta que, de pronto, salen o se quedan allí, en espera para siempre. En todo caso, he podido decir algo. Cuando eso sucede, cuando hablo de ti, las cosas gravitan en el intervalo de la marea y la noche espesa, entre lo extrañamente conocido y lo todavía ajeno. Otras veces las cosas se precipitan y otras no logran llegar a destino, se suspenden y pierden como los globos: palabras que persiguen los niños en el cielo de otro país derrumbado. Entonces, es cierto, como escribiste, «huyen las palabras, resbalan como mercurio sobre los hechos». Sigo estando de acuerdo, hay que alejarse del «trabajo de los ingenieros del lenguaje, fruto de las licitaciones» (Lo que vibra por las superficies). Sostener, respondo, con Hölderlin en la cabeza, de mí hacia ti, que «allí donde hay peligro, crece también lo que salva». Hay, siguen habiendo, palabras entre las tumbas.

* Fragmento de un poema inédito de Guadalupe Santa Cruz.