En Las mains négatives (1978) de Marguerite Duras, la escena que abre y cierra el cortometraje es una rotonda en un amanecer azul. Alguien filma desde un auto, mientras intenta ensayar una idea. El auto da vueltas una y otra vez, y de fondo vemos la ciudad, sus edificios, sus tiendas, las luces que se mezclan con la claridad del sol, que en unas horas aparecerá por completo. Cuando pienso en la conversación que tiene una madre con su hije en el auto en Ahora puedo nombrarte, de Carolina Mouat, pienso también en Marguerite Duras: la imagen de un amanecer azul. 

En el libro, la madre le pregunta a su hije de quince años si es lesbiana, y si sabe aquello que pasó, el trauma que se devela por primera vez. La incomodidad juvenil de la pregunta por la sexualidad, se mezcla con otra todavía más incómoda, que refiere a la del recuerdo borrado. Esta escena en la rotonda, que me parece crucial en la novela, se le aparece constantemente al autor, que cuestiona los límites de este recuerdo. En un pasaje de Bluets, de Maggie Nelson, uno de los pocos que no hacen referencia al azul, pero sí a la oscuridad, dice: «No podemos leer la oscuridad. No podemos leerla. Es una forma de locura, si bien una muy común, que lo intentemos».

El trauma llega, entonces, de la mano de una figura contradictoria. El narrador nos relata con sus matices y complejidades el perfil de la tía misteriosa que comienza a revelarse en un ejercicio recursivo, de examinación y reflexión. La misma mujer de risa estridente que saca dulces de un cajón secreto, que toca piano y que habla de música y literatura con autoridad, de pronto se oscurece: se vuelve tormentosa, dañina. Es también una mujer sola, que no encaja dentro de un rol social, que escapa de la feminidad que le impone el colegio, su clase y su familia. «Cumpliste veinticinco, pero amaneciste pensando que cumplías seis», leemos en estas páginas. 

El color azul se repite también en el vestido de esta tía que aparece en las fotografías. Primero con 17 años, el pelo largo y ondulado, tomado en una media cola. Luego hay otro vestido azul con puntos blancos y botones. «La sonrisa es más tosca de lo que recordaba», escribe el autor. Los fragmentos de la novela, como fotografías de un álbum al que accedemos, profundizan progresivamente en los secretos de una familia. En El disco de Newton. Diez ensayos sobre el color, Cristina Rivera Garza escribe sobre el aguamarina, esta mezcla de verde y azul que hay en el mar: «La manera en que se forma la ola, como de la nada, y cómo se rompe, tenue agua marina. ¿Por qué alguien se introduce repentinamente en un mar de tersas aguas frías una tarde de mucho sol? No tengo respuesta para esto». Pareciera que, en las profundas aguas de la lectura y la autoexaminación, Caro Mouat nos lleva a zambullirnos en un mar abundante de oleajes, gélido, que sin embargo no podemos evitar cruzar. 

Ingresamos como lectores a una intimidad apabullante, honesta, que nos permite conectar con el dolor desde la memoria y, sobre todo, hacerse cargo desde ese dolor, en un ejercicio de valentía y riesgo. La pregunta por la sobrevivencia del abuso nos arroja constantemente hacia el presente: ¿Cómo es posible vincularse hoy?, ¿qué parejas elegimos y cómo elegimos relacionarnos con ellas? El autor nos interpela de manera iluminadora, y escribe: «¿En qué momento la mente se fractura para protegernos? (…) Sin memoria, ¿cómo se avanza?».

Pero este camino por la memoria no es en soledad. Al autor lo acompañan cartas, fragmentos, poemas, sueños, y citas de escritores que precisamente han trabajado con su propia biografía: Silvia Molloy, Roland Barthes, Marina Benjamin, Annie Ernaux, Tamara Kamenszain. Activar las defensas, nos dice el autor, el cuerpo se posiciona alerta: «Este estado es de duelo, pero no sé bien qué ha muerto». Pareciera que asistimos a una continuidad de duelos, espacios que se cierran para dejar la apertura a otra madurez. No solo el duelo del cuerpo, sino también el de la identidad, el del recuerdo de la infancia y adolescencia. 

Crecer es, quizá, asistir a una continuidad de duelos, como aquella rotonda con la que iniciamos este texto. Cristina Rivera Garza escribe sobre aquel color aguamarina del océano: «Es difícil concebir que el agua, al inicio tan helada, pueda tornarse con tanta facilidad o rapidez en una cálida mano que protege contra el pasado y contra el futuro y contra todo lo que está». Me gustaría pensar que la continuidad de duelos de esta novela es también una forma de protección desde el afecto hacia el azul, y desde la fortaleza que implica la afirmación del yo al hacerse cargo del trauma: un azul que encuentra refugio.