De remedos y de huérfanos

Diego Leiva Quilabrán

Un carpintero, su vecino –un verborreico y escatológico arbitrista–, un acogotado funcionario municipal con megáfono –suerte de «Señor Corales»–, poetas drogos, poetas académicos, poetas aplanacalles, poetas láricos, poetas cívicos, poetas etílicos, poetas conceptuales, poetas bolcheviques: ese sería más o menos un breve listado de los interventores en la novela La provincia de Marcelo Mellado. Es un ecléctico cuadro local y localista construido de manera caótica, con oraciones largas y ampulosas, en el cual la palabra está siempre al servicio de la exageración, la pachotada, el abotagamiento y la pérdida del centro. Esta novela, publicada originalmente el 2001 y reeditada recientemente por Editorial Cuneta, es algo así como si un «jardín de las delicias» se levantara en pleno litoral central chileno. 

Rogelio Rojo, apocado carpintero, y Eulogio Bolla, arbitrista, salen a deambular, en una antiépica apropiación del territorio –San Antonio, Valparaíso, Cartagena, el litoral central–: el primero deambula y sobrevive; el segundo, diseña monumentales proyectos culturales y turísticos, divorciado en todo sentido de la carta Gantt y el formulario para fondos concursables –géneros favoritos de la burocracia estatal–. En Cartagena se levanta a duras penas el Carnaval Poético Municipal, con un público desdibujado, cuando no derechamente escaso. En él se reúnen poetas de todas estirpes, genealogías y poses, todos alrededor, aunque cada vez más lejos, de un funcionario local con megáfono que trastabillando extiende su perorata organizadora de sentido y de lugar hasta niveles absurdos. El evento sería un «homenaje general a los vates que han posibilitado la legitimidad del lema marketinero que dice que Chile es país de poetas» (p. 80).

Con apartados que tienen títulos como «Poética del deterioro y/o apuntes episódicos sobre una estética del desamparo», «Borradores para una teoría del desprecio o El hacedor de asados», o «Por una teoría de la economía simbólica», en la novela se despliega una voz narrativa impostada. Esa voz remeda permanentemente a un academicismo que cuanto más conceptualiza, más macarrónico suena, más se aleja de aquello que parece querer referir y, en consecuencia, más tensiona su relación con una historia delirante, cotidiana pero esperpéntica. El relato entrega espacios y escenas gastrointestinales, sexuales, etílicas y con una sociabilidad masculina de una dudosa calidad moral.

Esta sociabilidad es uno de los puntos fuertes del texto. Si se piensa diacrónicamente, el asunto de la orfandad, por ejemplo, se vuelve fundamental: Rogelio Rojo intenta a medias ubicar a su padre y Pablo Neruda es el progenitor cultural de una zona que sin turistas y sin un capital simbólico-poético se caería a pedazos. Eslóganes, guiños simpáticos o simplificaciones estéticas fácilmente transformables en adjetivos son las marcas que remiten a una tradición hecha souvenir.

Por otro lado, si se piensa sincrónicamente, es divisable la figura de ese megáfono monológico que canaliza un cacofónico e insuficiente discurso oficial. Aún así, se levanta una disputa por el pan y el pedazo a partir de las insuficiencias y puntos fuertes de diversas caricaturas de poetas sin nombre. Estos ocupan para identificarse si no sus vicios, sus posiciones en el campo, o sus ideologías, sin jerarquías claras, abigarrado un campo a cada página y en cada instante del magno evento.

La provincia es una novela sumamente consciente de ser un material lingüístico posicionado en el campo cultural chileno. Se propone como una creación –una poiésis, en sentido estricto– ridícula, devoradora de un circuito completo de voces que deliberan sobre las mil y una formas de estetizar un trozo de realidad abandonada en función de proyectos miopes. En el fondo, es una obra que escenifica debates permanentes como la posibilidad o no de un auténtico local, el abandono de las periferias o los ripios presentes en cualquier proyecto de representación del mundo.

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