A qué huele Bad Bunny
Paloma De La Vega
El ministerio de Salud acaba, pues ni tanto ya que han pasado horas y tengo tiempo para pensar, de anunciar que se acaba el uso de mascarillas en todo el territorio nacional, exceptuando los recintos de salud. Alguien en redes la llamó la noticia del año, otros están felices porque por fin van a poder ir a ver esa película de superhéroes que llevan tiempo esperando, entrar al concierto donde casi revenden sus entradas, sentarse en la mesa del fondo del restaurant al que no podían entrar. Vamos a poder vernos siempre las caras en el metro, la disco, la calle. Por fin sabremos si esa persona que no nos saludó fue por despiste o nos ignoró a propósito. Es que las mascarillas te protegen de varias cosas: los conocidos, los virus, el polvo, los olores. Fue, durante estos más de dos años y medio en que incluso las usamos dentro de nuestras casas, parte de la paranoia del COVID consumiendo nuestro aire y la sanidad mental.
Por aquí, en esta temporalidad difusa en que la mascarilla era la constante, es que empecé a perder el olfato.
1.
Ahora que perdí un sentido, me gusta mezclarlos. La frase de cabecera para describir esta situación mía es que veo todo como una película en blanco y negro. No me decido si quiero que sea el final de Casablanca, porque nunca tendremos ni olfato ni París, o Rebecca, una obsesión por algo que existió, murió y nunca más volverá. Sé que carezco de mejores herramientas para describir una situación así, que es de cuidado pero nunca tan grave como perder otro de los 4 sentidos que me quedan. Esto realmente no me tomó por sorpresa; la verdad es que nunca le presté atención. Pero me di por enterada, de eso estamos claros. Voy a mentir si digo que fue durante una de las siguientes situaciones: machacando ajo en la cocina, caminando hasta encontrarme agua estancada en la acera, limpiando el ácido olor del vómito de los gatos en la alfombra del living. Los gringos le dicen a esto también smell blindness: ellos decidieron juntar los sentidos por mí. Y ahora que puedo seguir metiéndole elementos a mi analogía, debo decir que fue algo así como cuando alguien te patea y quedas esperando algo, un mensaje, una tocada en la puerta, algo.
Siempre creí que podíamos volver.
2.
Cuando era muy chica siempre tuve tres olores favoritos: papá, abuela y mamá. Los pongo en ese orden porque los dos primeros empezaron a desaparecer de mi vida a temprana edad, y a pesar del dolor familiar, aún puedo entrar al único sistema límbico que tengo a mano para intentar recordarles. Coincidentemente, por ahí también se vinculan las emociones. Cada vez que tenía una oportunidad, les agarraba a cualquiera de los tres los brazos y acercaba mi nariz a sus pieles. Nunca tuve un tuto, la familia era mi manta temporal para hacerme dormir. Los olores de papá y abuela eran parecidos: salados, morenos, norteños, como el sulfato de cobre. El de padre siempre permaneció así por una vida de trabajo relacionado a la minería; la abuela también olía a telas, metal de máquinas y tijeras, y aceite para hacerlas funcionar correctamente. Ellos olían a sus oficios.
Pero el que más estuvo conmigo fue el de madre. El único al que me aferro voluntariamente para no olvidar: sol y cloro mezclados en la piel con crema Nivea Q10. Y aunque ella sigue limpiando todo lo que ve, incluyendo nuevos productos en su rutina para elevar la supuesta barrera de protección y sus cremas son francesas, daría muchísimo por poner mi mejilla en su antebrazo y reconocerlo una vez más. Dame tu brazo, que ese es el olor a mamá.
3.
Me es difuso reconocer la temporalidad en que sucedió el hecho en sí mismo. He intentado echarle la culpa al prolongado uso de la mascarilla, un cambio de pastillas que afectó mi cerebro o el primer tipo de COVID, por allá cuando nadie tenía vacunas. Pasó en lo que yo creo fue diciembre de 2020: de repente soy incapaz de oler. Y cuando ya no lo tuve, solo quería que regresara a mi cuerpo. Desperté todos los días siguientes buscándolo, engañando al cerebro con que sí olía un poquito de mar, la comida del día, mi propio perfume. Hasta que me levanté un día desorientada, directo al reflejo del espejo del baño. Nos veíamos casi igual que siempre, el reflejo y yo, pero contenidos, nuestros bordes definidos, como una caricatura en dos dimensiones. Por fin me había convertido en Jerry en busca del queso perfecto, solo que era un ratón que jamás podrá olerlo. Ya nunca iba a cambiar: había olvidado para siempre mi propio aroma. A los 29 años dejé de ser un humano que iría hacia el futuro olfatorio, mi crecimiento personal estaba estancado, tanto que ya no tenía voz. Lo último es mentira, solo que ahí va lo de cambiar un sentido por otro.
4.
Entré a la consulta de un médico recién al mes 14 de haber perdido el olfato. Sepan perdonar la depresión que vino entremedio como para hacerme cargo más rápido. Sentada en la consulta de mi boca salió un discurso elaborado y repasado cientos de veces en mi cabeza, que terminó con la doctora diciéndome “pucha”. Lo más lógico es que haya sido COVID, pero como no se sabe si el no olfato fue causa o consecuencia estábamos perdidos. Pidió un TAC, una resonancia magnética y un test de olfato. Los dos primeros fueron incómodos, algo terroríficos, entre la inyección del contraste y estar encerrada con esos sonidos de techno oscuro no se pasa bien, pero peor fue el test. No tenía nada del otro mundo: te pasaban 12 plumones con algún tipo de aroma cerca de la nariz y te preguntaban si de tres opciones reconocías una. Fue decepcionante, porque no logré identificar ninguna. Jamás fui buena estudiante universitaria, pero tampoco me había ido tan mal en una prueba antes.
5.
Siempre preferí la narrativa, la dramaturgia, que estudiar poesía en la universidad. Obligatoriamente hay que pasar por esas clases. Más se parecía a un ramo de matemática que a otra cosa; métrica, métrica, sílabas, cuenta los versos, qué es esta figura literaria. Son tantas que mi retención de postadolescente las descartó hasta ahora, cuando por fin puedo apreciar la poesía con honestidad. De la lista siempre hubo una que me dio risa: la sinestesia. Según la RAE es “la unión de dos imágenes o sensaciones procedentes de diferentes dominios sensoriales, como en soledad sonora o en verde chillón”. Hay gente que dice que escucha lo que ve, que ve lo que respira. Por lo general pasa en la experiencia con ciertas drogas, como el LSD o los hongos, que la distorsión de los sentidos hace bomba la mente. Pero para mí existió un momento sinestésico más simple que ese, por supuesto ligado al olfato: cuando probé por primera vez el helado sello de una famosa cadena de heladerías chilena. Entre los pocos olores que siguen archivados y presentes a la hora de comer, porque lamentablemente mi gusto se vio comprometido al perder el olfato, están la palta, el tomate, la vainilla, el mango, el queso. También una flor como la rosa. Fue un momento confuso: esto sabe como huele, huele como sabe. El invento de cientos de poetas explotando en mi lengua. Así sabe una rosa, pensé, sintiéndome la provinciana que era por tomarme ese helado recién después de los 20 años.
6.
El efecto de la magdalena de Proust trata que a través de la percepción de los sentidos se puede acceder a un recuerdo potente. Baudelaire no paraba de escribir sobre como el olor de la cabellera de la amada le hacía rememorar detalladamente momentos y lugares. “El perfume” es la historia de Grenouille, un hombre que nació con un sentido del olfato superdesarrollado, y que percibe todo lo que le ocurre a través de este, para bien y para mal. Shakespeare escribió en “Antonio y Cleopatra” que Cleopatra conquistó a Marco Antonio (y todo el mundo) porque su barco venía dejando una estela de perfume. Supuestamente Aristoteles escribió en sus “Problemas” apartados sobre la importancia del olfato. Todo esto busqué, pero con tanto material lo más que logré hacer fue pensar en los animé que vi de niña, a sus personajes oliendo flores, cayendo desmayados después de que sus narices sintieran algo desagradable. A los bebés de Rugrats oliéndose el ombligo. Agradeciendo a Junji Ito y su “Gyo”, ese tratado sobre la muerte y putrefacción. A sobrepensar cada vez que salgo de la casa si huelo bien. Me obsesiona saber cómo olerán los idols coreanos que sigo. Cuál es el aroma de Bad Bunny, si a eso huele el sunblock bajo el sol de Puerto Rico. Saco más fotos que nunca. Ahora grabo videos. Veo una y otra vez las mismas series y películas. Escucho la música más fuerte que nunca en mi vida. Abrazo a la gente. Disfruto del té, la Coca-Cola y el jugo de naranja. Sobrecompenso el sentido que perdí con todos los demás que aún me quedan. Pienso en la palabra de mi condición todo el día y quiero decirla también, pero los que ya tenían que saber están informados y los demás se enterarán ahora.
7.
Anosmia. Viene del griego an (sin), osmé (olor) e -ia (cualidad). Superpoder de no tener olfato. No tiene tratamiento seguro ni por lo tanto cura. Solo hay pérdida; se va en reversa de la memoria, como cuando se era niño, solo que ya no colecciono olores, solo los pierdo. He visto TikToks de gente quemando naranjas, comiéndoselas y luego mágicamente recuperar el olfato. Escuchando las historias de a todos los que les dio COVID, perdieron el olfato y lo terminaron recuperando. Eso sí, mi nariz no está del todo muerta: a veces siento las lacrimógenas de la Alameda, me da alergia de primavera todavía y cortar el ají aún hace que se me irriten las fosas nasales. Respiro. Sigue siendo un misterio lo que pasó, pero la probabilidad del COVID era muy alta en ese tiempo así que nos quedamos con esa causa. Pero miento, no todo es pérdida: por fin puedo comer ajo sin vomitar. Ahora los únicos olores que puedo describir son los que ya viví. Y que cada vez que alguien pregunta qué es ese olor, siempre le respondo: cómo podría yo saberlo.
8.
Toda ciudad tiene un olor específico. París si tiene olor a meado, igual que Valparaíso. New York y Londres son como un espejo olfatorio, las alcantarillas y el metro húmedo un símil de la turbiedad del Támesis. Sabía que volver a subirme a un avión iba a ser emocional, no solo por lo que implica el privilegio de viajar en una pandemia global, sino que porque el proceso sería distinto. Caminar por las calles de lugares ya recorridos fue un constante completar ítemes cruzados: esta esquina debería oler a pizza, a dumpling, a Tortuga Ninja. Saqué fotos de New York en blanco y negro porque es así como ahora la voy a empezar a recordar. Intento aferrarme a los rollos de 35mm a color para fotografiar lugares nuevos y así darle más emoción al viajar. Incluso vivir la propia ciudad, ya sea Viña o actualmente Santiago.
Eso de tener un límite en la experiencia me rompe cada vez más el corazón.
9.
El tema eran las mascarillas que se acaban, que marcan un fin simbólico a la pandemia en Chile, justo el último día del invierno del 2022. Quiero celebrar, pero me preocupa en estos momentos si el gas quedó abierto, si mi comida en el refrigerador se está pudriendo, si puedo lidiar con mi ansiedad que avanza de pensar en todas las veces que ahora sí mirándote a la cara, sin barreras, te tendré que explicar que no tengo olfato. Por qué, desde cuándo. Percibir el horror en tus facciones, escuchar tu remate de que qué bueno, qué bueno que no pueda sentir el olor a mierda de una ciudad tan fea como Santiago.
Paloma De La Vega (Antofagasta, 1991). Estudió Literatura Hispánica en la Universidad de Chile, Magister en Periodismo en la PUC y es mediadora de lectura. Le gusta la Coca-Cola normal y ve siempre las mismas series.


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