Adelanto
Mónica–Ramón Ríos
La raíz, en Autos que se queman
La raíz
Nos dijeron que yo no era doce cuando le nacimos a esa mujer, llenos los brazos, el pecho y las piernas de lanugo. Por la cordillera, se asomaban las cuentas de oro avanzando por los fríos valles del sur de Chile. La mujer esa nos agarró del pelo oscuro, que, en rizos, se nos enredaba en las puntas de nuestras espaldas. Nos arrastró por los cerros y los valles hasta la rivera donde la tierra se hacía agua. Con el barro nos puso el nombre que tenía yo. Nos embutió a todas ellas que era yo en una palabra bajo el barro, la piel oscurecida en la humedad. Ella nos dijo que una sola éramos con esa tierra; llevaba su nombre y ella el mío. El lanugo y los rizos nos crecieron gruesos hasta los muslos. Dormíamos sobre ellos en los campos. Sobre ellos aprendimos a gatear. Enredándonos en ellos aprendimos a seguir a la mujer esa, que andaba a pie pelado sobre el cojín de hojas camufladas. La pintura de tierra húmeda la llevábamos desde que le nacimos a esa mujer. Eso nos dijeron.
Ellos nos narraban nuestras historias por el otro lado de las rejas de la fábrica. Sus voces eran brisa sur. Disolvía a ratos el olor a podredumbre expelido por pipas ahora extendidas por una rivera que había sido nuestra. La podredumbre, nos decían, llevaba el apellido que reemplazó en nosotros la raíz. Mientras musitaban para callado, nosotras recordábamos la primera vez que percibimos ese olor penetrante y corrupto. Fue cuando nos salió la cola:
Dormía sola en el cerro entre los arbustos una mañana fría, tal como nos había instruido la mujer esa. Duerme a pata suelta, decía, que esta tierra es tuya y mía, la llevamos en la piel. Yo únicamente quise obedecer. Por el camino venía un hombre solo, a carreta y caballo. Se bajó al vernos las piernas desnudas y enredadas mis doce pares. Quiso tocarlas, pero no supo cuál. Se dio cuenta de que teníamos sueños sensuales con él y se escapó hacia la edificación alba que crecía como hongo, secando todo a su alrededor. Cuando nos despertamos, vimos que desde la punta de la espalda nos había salido una cola peluda y tersa. Al agitarse contra los rizos, levantaba la tierra y se teñía con su color. Nuestras piernas olían a hombre y por nuestras doce narices distinguimos la peste fabril. Sus humos y sus aguas subían artificiales por los cerros.
Con la voz queda, sus labios muy cerca de mis doce pares de oídos me recordaron lo que hicimos después. En la rivera me saqué la ropa y con la cola mullida me lanzaba agua terrosa sobre la piel. Nos dijeron vernos así por primera vez. Se nos erizó el lanugo al sentir esa brisa sur y ese fuerte olor a hombre junto a sus voces cadenciosas. Nuestros doce pares de ojos miraron a los recién llegados con terror. Nunca había yo visto algo como esa cola pelada por delante. Nos recordaron que se habían metido al agua y al barro con nosotros, lavándose ellos también el olor pútrido calado, de un momento a otro, en el valle y los cerros.
Con voces como hálitos, nos relataron cómo nuestros doce labios se unían con los suyos y que las espaldas se fusionaron en un abrazo obsceno. Que los doce pares de brazos tostados por el sol se confundían con las piernas gruesas y largas como espigas. Con mis doce colas, tocaba el cuello de ellos, los recién llegados, penetrando sus orejas con un habla que pronto se hizo íntima. Entre la arenilla levantada por tal anarquía, mis rizos se introdujeron por sus cavernas terrosas hasta perder la cuenta de cuántos cuerpos éramos y cuántas palabras nos contenían.
Por el interior de la reja, nos mirábamos e intentábamos recordar con nuestras palabras lo acontecido:
Por las noches, mis doce colas se torcían por el recuerdo sensual de tantos hombres que ahora cruzaban los valles y cerros. Caminamos por donde los bosques de boldos se convertían en pino, y la humedad, en polvo y desierto. Los doce pares de patas y las doce colas se nos deslizaban bajo el sol, volviendo mate nuestras pieles asustadas por ese olor proveniente de la fábrica, repulsivo como un imán.
Con sus voces libres, desde el otro lado de la reja, nos dijeron que cuando fuimos divisadas por los guardias de la fábrica gateábamos alrededor de la entrada. Los hombres en uniformes se persignaron frente a nuestros cuerpos peludos, pieles sucias, colas frondosas y hocicos taponeados. Ante sus trompas insensibilizadas, frente a sus ojos de aguilucho maquinal y en sus bocas llenas de promesas incongruentes, era yo la visión de la miseria humana.
En un susurro, nos contaron que llegaron hombres vestidos de blanco con el mismo nombre cosido en el corazón: papelera Larraín Matte. Con sus voces oscuras bajo la noche opaca, nos recordaron lo que la mujer esa había dicho: del blanco nos vendrá la miseria. Pero nosotras no recordábamos. Se nos había mudado la memoria cuando nuestras colas se petrificaron bajo a sus caricias. Por la mirilla de los guardias, los hombres vestidos de trajes blancos, delantales blancos, togas blancas con el corazón cosido con eles, aes, doblerres, tés, enes, emes, es e íes, me ofrecieron peines y cuentas de plata para decorarme la cola. Las doce cruzamos la reja.
Con sus voces hoscas, nos explicaron que los hombres de blanco nos metieron a una piscina con cloro. Blancas eran sus palabras salidas de un libro de páginas también blancas. Blanco era el dios que deseaba donarnos su patronímico para que ya no fuéramos una. Nos tiraron agua y nos escobillaron. Nos zambulleron la cabeza para darnos el nombre. Nos dijeron: María de las Trinidades Jesús de la Concepción Consuelo Magdalena José. Se nos cayeron los lanugos y se nos desprendieron las colas. Nuestros pelos se fueron por las canaletas en dirección al río y hacia el mar, junto al resto de los desperdicios de la fábrica. Y nos cosieron el corazón dándonos el mismo apellido que a todos los demás. Éramos Javiera Fernanda Renata Rosa Encomenderos Gutiérrez de los Larraín Matte. Ahora las doce hembras éramos la fábrica, nos dijeron, una con los albos doctores, los albos curas y los albos obreros que habían llegado junto a la construcción del edificio, también albo. Pero además éramos las hembras que, para hacer papel, enhebrábamos los árboles donde nos había parido la mujer esa. De a poco nuestras pieles se volvieron color mate, nuestros pelos se nos fueron aclarando y se nos fue olvidando la raíz.
La luna apenas iluminaba la cara de nuestros interlocutores, ni doce pares de ojos podían distinguir sus cuerpos azules detrás de la reja blanca. Nos preguntaron si nos acordábamos de nuestro nombre. Y contesté yo por todas ellas: María Martirio de la Eterna Concepción, número veinte noventa y cinco cincuenta y seis. Indagaron, tocando con sus dedos largos nuestros doce uniformes blancos, si sabíamos quiénes nos habían concebido. Le dijimos lo que se contaba en los pasillos de la fábrica: que nuestros padres vivían en el Santiago de los Chiles, pero que pronto vendrían de visita para acariciarnos y darnos escuela.
Con sus voces nos trajeron las noticias desde más allá de la reja: se rumoreaba que los Larraín Matte habían llegado un día al anochecer y estaban alojados en una casa al lado del mar. Desde sus ventanas podrían ver acaso la mancha negra en la desembocadura del río, la mezcla de los desperdicios de la fábrica con nuestros lanugos.
Y entre sus palabras cómplices, nos revelaron: andamos en busca de la mujer esa. Y entre las caricias que con sus tentáculos prodigaban a nuestros pelos, ahora claros y ordenados en un moño, preguntaron: ¿sabes qué fue de ella? Y mientras nos soltaban la cabellera dejando caer los rizos por el delantal blanco, sus voces opacas inquirieron por el cuerpo ese de la mujer. Con cada caricia, nos amenazaban: te crecerá el pelo clandestino y doce colas les harán recuperar la memoria.
Nos dejamos amar esa noche como lo habíamos hecho antes en la rivera barrosa. Pero un par de ojos nuestros vio que en sus manos llevaban cuadernos para anotar nuestro nombre secreto.
Durante días, admitimos que con su voz opaca nos contaran nuestras historias y con sus manos rugosas provocaran el crecimiento de nuestro lanugo negro. Cuando amanecía, nos peinábamos unas a otras los rizos largos y las motas melenudas. Nos iban saliendo en la cola corta que ahora teníamos entre las piernas. Y recordamos:
Cavamos un hoyo por el material hecho con canelo molido hasta donde apareció la tierra hedionda y verde con pelusas de boldo. Perforamos más hondo en la tierra hasta encontrar el primer hueso que había pertenecido a la mujer esa.
Profundizamos más en busca del segundo y el tercer hueso, del vigésimo y el centésimo septuagésimo quinto hasta juntar doscientos seis. Desde la tierra le prometimos sepultura.
Emergimos de la tierra. Aparecimos en las tierras baldías y pestilentes donde alojaban los Larraín y los Matte, padres nuestros, en habitaciones con ventanas selladas. Desde los techos, pudimos ver que dormían sobre el lanugo perdido durante años y años de olvido. Con nuestras colas largas, les inculcamos sueños sensuales, llenos sus cuerpos de pelos de nuestro color. Despertaron aterrorizados, limpiándose con un agua proveniente del fondo de la tierra que brotaba negra como cuando el suelo era nuestro. Quedaron sucios sus pelos y con el barro se les cayó el lanugo nuestro que se habían sembrado en sus pieles usando el nombre secreto que nos pertenecía.
De doce que éramos nos brotaron cien. De cien, fuimos legión. Con el poder de la brisa de nuestros labios hicimos rodar de sus camas a los padres del olvido. Les quitamos los colchones sobre los que dormían, les mesamos las barbas de sus caras y sus espaldas, les arrebatamos nuestras pieles. Y nos llevamos los rizos que eran nuestros. Los arrastramos en tropel por los cerros y los valles hasta la rivera donde la tierra se hacía agua. Con el barro dimos sepultura a los huesos de la mujer esa, le dimos sepultura a ese lanugo con que había nacido yo y le embutimos con agua y tierra el nombre que llevábamos la tierra y yo.
Entonces estalló la tormenta que hizo crecer las raíces por toda la provincia. Donde fueran los hombres con delantales blancos, verían lanugo brotar por entre el concreto y los hongos fabriles, y se pronunciaría el nombre secreto proveniente de los vientos aromáticos y de las tierras húmedas de todas nosotras.
“La raíz” forma parte del libro Autos que se queman, escrito por Mónica-Ramón Ríos y publicado el 2022 por Ediciones Libros del Cardo.

Foto de Mónica-Ramón


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