Una bestia vive para sacar de cuajo
No reinas de Bernardita Bravo Pelizzola

Cristofer Vargas Cayul

No reinas (Alfaguara, 2022) es la primera novela de la escritora chilena Bernardita Bravo Pelizzola (Santiago, 1980), quien tuvo su debut literario con Estampida (Cuneta, 2018), libro de cuentos que obtuvo el Premio Municipal de Literatura de Santiago en 2019. La historia narrada en la novela se sitúa en las afueras de Potreritos, un pueblo de tonos oscuros al que llegan seres misteriosos venidos del bosque o el mar. Allí también transcurren las vidas de madres que pierden hijos y acumulan basura; la vida de madres que, sin serlo, acogen niños y se hacen cargo de ellos como si fueran propios; y, finalmente, la vida de aquellas madres que no desean serlo en absoluto. Este es el caso de M. A., la protagonista de la novela, quien trabaja en un motel a las afueras del pueblo y a quien conocemos solo por las siglas del crimen al que se la reduce: Madre Asesina. 

«El cuerpo del niño ya está frío. Siempre quieren saber más de lo que saben. Voces tumultuosas, afectadas por un vendaval en el campo, ¿has estado en medio de un vendaval en el campo? Un predio abierto, el viento antes de la lluvia. No siempre hay tibieza antes de que llueva. Los árboles alrededor se encargan de traer la helada hasta que se desata el aguacero y el barro comienza a correr, como las voces que corren y le murmuran al oído, como ese viento inefable que se hace oír a pesar de la lluvia. Ahí están: el viento, las voces» (Bravo, 55).

Sin embargo, al mismo tiempo que el cuerpo del niño se enfría, el acto del asesinato se complejiza en un entramado narrativo que mezcla memorias, visiones y sueños. El uso de dichos recursos produce un estado de confusión y duda en torno a lo que se sabe del pasado de la protagonista y al que accedemos desde una perspectiva en tercera persona, que ayuda al enfriamiento del escandaloso suceso inicial. 

En este sentido, el ruido del escándalo es un elemento interesante, ya que pone foco en la multitud enjuiciadora que rodea a la figura de M. A. Esto permite establecer una mirada crítica sobre dicha muchedumbre que representa en última instancia la moral de un orden patriarcal.  

1. Madre asesina 

Durante el siglo XX en Latinoamérica, autoras como María Luisa Bombal, Silvina Ocampo, Marta Brunet o María Carolina Geel abordaron la figura de la mujer asesina. Andrea Kottow y Ana Traverso, en un artículo publicado en 2021 titulado « Alzar la mano contra otro: mujeres asesinas en la literatura latinoamericana», sistematizan dichas representaciones bajo tres escenarios. El primero es aquel en que la violencia femenina está vinculada a la subyugación de la figura femenina, donde «el crimen o el deseo de cometerlo emergen como una forma de agenciamiento, cuando no hay posibilidades de hablar y/o actuar» (p. 57). El segundo caso se trata de un escenario en el cual no hay motivaciones claras o estas son inabarcables por el lenguaje. Adelantando parte de la trama y el análisis, en este grupo sería admisible incluir la novela de Bravo, ya que el asesinato del hijo queda como una incógnita que se dilucida como sentido tan solo hacia el final. En el tercer caso, Kottow y Traverso describen un acercamiento paródico hacia la realidad, donde los crímenes quedan encubiertos por las risas y se deshacen en el absurdo.

En la actualidad, textos como Matáte, amor de la argentina Ariana Harwicz (Lengua de trapo, 2012) o El acontecimientode Annie Ernaux (primera edición en español, Tusquets, 2000), muestran la perspectiva de mujeres escribiendo sobre madres que tienden a renunciar al mandato materno. En estas obras está presente el tema de la frustración vital de forma latente y explícita, dejando clara la pulsión de desacato al orden de la moral como síntoma transversal de una época. Dar espacio y notoriedad a textos que trabajan desde la subjetividad del acto de la maternidad, pone en tensión el imaginario patriarcal con el que se construye la figura de la madre. Al punto de que la novela de Harwicz mencionada anteriormente, fue citada en la corte francesa como un «ejemplo de novela en la que el personaje odia la maternidad y vuelve mala a la autora». En este punto se vuelve problemática la relación que establece esta perspectiva entre referencialidad y ficción. 

Tales son los efectos que producen en el presente dichas escrituras, las que Kottow refiere como escrituras que «resisten prejuicios y estereotipos y ponen en juego imágenes que impulsan otros imaginarios que genera tensión con el orden del imaginario moral» (p. 81). La perplejidad que produce una madre que mata está más allá del acto mismo del asesinato. En mi opinión, se relaciona más íntimamente con el horror del desacato al rol moral. En este sentido, es el desacato a dicha «asignación de rol», lo que se percibe como «fuerte» o «chocante» en estas escrituras. Esto queda en evidencia si pensamos: ¿Por qué no hablamos con el mismo escandaloso espanto de los padres que matan? 

Como explica la escritora argentina Dolores Reyes en su ensayo «Mujeres que matan» de 2018, «la representación de esta figura [madre asesina] se trabaja desde el sentido moralizante de la escritura, es decir, expone un hecho antinatural, porque las mujeres no matan. Pero la mujer que mata penetra el tiempo y la carne». De esta manera, como mencionan Kottow y Traverso, «poner la atención sobre mujeres asesinas, mujeres que hacen suya la violencia, implica posar la mirada sobre algo que, en primer lugar, golpea como paradoja». La docilidad servil de la maternidad entonces queda entredicha porque se habla de mujeres brutales. «Brutal»: un adjetivo así, encaja con la idea que me hice de M. A. durante mi lectura. 

Propongo entonces entrar con este ánimo al texto de Bravo, ya que la escritura es mucho más que temas y moral, y, como dice Reyes, «para ejercer la muerte siempre hay mil motivos». Me gustaría destacar aspectos referidos a la distancia de enunciación que entrega en la novela la tercera persona, la construcción entorno a lo onírico y el recuerdo, o la inclusión de elementos que se funden y enrarecen el paisaje como la presencia de seres «aparecidos», entre otros, que estiran la pregunta inicial en torno a de qué va el libro. 

2. Escritura 

2.1 Paisaje y atmósfera

La literatura chilena de los últimos diez años ha mostrado un marcado vuelco hacia el paisaje rural, que, a mayor escala, parece ser un síntoma en buena parte de la nueva literatura latinoamericana. Por un lado, es un hecho que el aumento de editoriales emergentes ha contribuido a diversificar el panorama literario respecto a lo que mostraba el grueso de escrituras de la primera década del 2000, las que son eminentemente citadinas y céntricas, donde cabe mencionar, para el caso chileno, a Alejandro Zambra, a Lina Meruane o a Alejandra Costamagna, quienes trataron el paisaje desde su literalidad escenográfica en el afán de realismo intimista que caracteriza a esas escrituras. La diversificación y ampliación en el acceso a la publicación produjo el advenimiento de nuevos imaginarios sociales que de alguna forma produjo un movimiento hacia el margen en términos de representación, tema, estilo, etc. Incluso en aquellas obras que siguen buscando nuevas formas de escribir la ciudad, hay una renovación formal notable. Ejemplos de esto son Pieza amobladade Valentina Vlanco (Cuneta, 2019) Aviso de demolición de Gabriela Alburquenque (Libros de la mujer rota, 2022) o Ampliaciones de Diego Armijo (Kindberg, 2023).

En este giro hacia lo marginal, el imaginario rural posee una dimensión extranatural o simbólica, en contraste con el paisaje explícito y estructurado de la ciudad. La tradición folclórica entrega el aspecto mitológico que permite abordar lo indecible a través del escenario rural abierto, entendido no solo como lo campestre, ya que podemos pensar también en desiertos, islas, planicies magallánicas, etc. Esta disposición de lo rural permite tratar lo grotesco y lo extraño sin hacer un espectáculo de ello, llevándolo a un nivel de naturalidad que se contextualiza mediante la realidad del entorno y la época. En este sentido, el paisaje conlleva dicha carga imaginaria local, donde la mitología explica cierto aspecto del mundo, el cual no sería posible explicar de otra manera. No reinas, puede considerarse parte de este tipo de textos, a partir de segmentos como este:

«En algunas partes del pueblo donde vive las casas están cerca unas de otras, pero en su zona hay más distancia, más campo y descampado, da igual: toda casa puede explotar por dentro y las paredes, dependiendo de su grosor, guardarán o no su secreto. Un alarido así puede oírse a varios metros, mientras la brisa arrecia levemente la hierba sin cortar y las hormigas hacen su trabajo bajo tierra.» (p. 4)

Otros texto emparentados en este sentido con No reinas son las novelas Nancy de Bruno Lloret (Cuneta, 2014), Acerca de Suárez de Francisco Ovando (Pez espiral, 2016), Crin de Rodolfo Reyes (Overol, 2021) o los libros de cuentos Yo ahora soy un pájaro de Vladimir Rivera Órdenes (Montacerdos, 2019), Tres Ceremonias de Nicolás Campos Farfán (Komorebi, 2021) y Terremoto Blanco de Natacha Oyarzún (Alquimia, 2021), entre varios más. 

Es interesante notar cómo el giro hacia lo rural también se puede entender desde una perspectiva de espíritu de época. La ciudad y sus representaciones ya no dan abasto para nombrar ciertas experiencias de la contemporaneidad relacionadas a la violencia, lo grotesco, lo amoral y el advenimiento de un espíritu de ruina y fin de mundo. Sin embargo, al parecer, dichos efectos sí logran ser recepcionados en el espacio ensanchado que linda con los bordes del orden citadino. 

Este clima intelectual y culturalmente propenso al desbarate y al apocalipsis se condicen con la idea acerca de la ruralidad que propone Jonathan Opazo en su libro de ensayos Ruinas (Bifurcaciones, 2021); para él la ruralidad y la ruina son correlatos de la «débil y titilante luz de su futuro» (p. 19). El lenguaje de la ruina rural, en este sentido, configura el color local y marca una pauta anímica que parece estar presente en estas escrituras, produciendo un efecto de permisividad en torno al espanto.

Para el caso de No reinas, lo que media entre el paisaje y la atmósfera es la prosa de tiro poético que muestra a M. A como alguien abstraída en una visión de fatalidad que no se vive de manera fatalista. Esto pone al lector en una situación de sueño lúcido en que se detiene a contemplar, por ejemplo, las olas del mar en la noche o, a un grupo de mosquitos sobre un estanque a los que acorralamos con el ojo al perdernos en la imagen. El horror está presente, pero con una mirada sobre la violencia y el contexto que lo vuelven poético.

«Cuando ya está por anochecer, la luz le da al agua una apariencia densa, como si fuese petróleo. El agua parece mansa y apacible. Esa hora momentánea se puede asemejar al deseo de M. A.: la plenitud de algo oscuro» (p. 32)

2.2 Monstruos locales 

La figura del «aparecido» que trabaja Bravo está en sintonía con la atmósfera enrarecida que dispone la prosa y la estructura del relato. Estos seres pueden remitir a ciertas leyendas europeas y asiáticas como la del Malogrado o el Tuyul: son monstruos del tamaño de un niño que se reciben como herencia o son productos de abortos o entierros de bebés muertos antes de nacer. Vemos que estas criaturas tienen encima el aura de la maldición, algo que se extiende sin forma como la sangre o la estirpe. Desde ahí se hace más fácil remitir a nuestro folklore, a nuestros deformes arquetipos locales. 

«Se decía que el origen de los aparecidos era incierto. Que algunos habían sido criados por animales, en los cerros, con alguna zorra; que otros habían sido robados o abandonados. Se decía que deambulaban en los prados y potreros colindantes con el mar. A veces andaban en grupo, quizá eran hermanos, pero nadie podía asegurarlo. Tenían una apariencia que turbaba, con el cuerpo grande y el semblante de un niño, pero no lo eran: los niños no perturban. Tenían el rostro medio desfigurado, sus extremidades algo desproporcionadas. Sus gestos eran muecas indescifrables, expresiones distintas a las de los vecinos, a su alegría, a su tristeza, al entrecejo de quien trabaja, a la boca semiabierta de quien se sorprende o goza» (p. 17). 

De esta forma, el peso del paisaje tiene la facultad de contaminar la extrañeza de los monstruos locales, otorgando una personalidad folclórica al misterio, y con ello deja entredicho la función metafórica del mito como respuesta sobrenatural a un hecho cuyo origen se ignora u oculta.

2.3 Estructura/Armado  

La mayor parte del tiempo, no sabemos las razones del crimen. M. A. guarda silencio durante los interrogatorios y no siempre podemos estar seguros de si lo que hallamos en la narración es preciso o siquiera cierto. En este sentido, invención, recuerdo y sueño están presentes como procedimientos de construcción. Rodrigo Fresán, en una entrevista de 2017 para Canal Sur, comentó que «en la invención, el sueño y el recuerdo están los tres movimientos principales que hace todo escritor a la hora de sentarse a inventar una historia». En el caso de Bravo, los recursos que sostienen el estilo de la novela son el recuerdo y el sueño, culpables de disparar múltiples sentidos y tiempos en la historia. 

La novela se articula bajo esta fórmula de inexactitud: bosquejos sueltos que se van diluyendo. Pero en un punto llegamos a entender que, como en la vida, el sueño explica partes de la realidad. Los mecanismos literarios se sostienen en la experiencia onírica, los cuales operan como un recurso metanarrativo que explica acontecimientos mediante anticipaciones. Los lectores las intuimos y nos sirven como huellas de lectura. 

«Cristóbal tiene sueños extraños pero nadie puede meterse en las pesadillas silentes de un niño. Es ahí donde ha construido altares. En la vigilia solo mata bichos y los entierra. En los sueños la sangre trae flujos antiguos, como si ya hubiera sido un hombre. El niño busca un cuerpo desaparecido en el mar. ¿Cómo encontrar un cuerpo dentro de una marea fluctuante? El agua es clara en el sueño, pero aún así no hay nada, de tan cristalina resulta abisal, Podría tener suerte ese cuerpo, hacer orilla en alguna playa lejana. ¿Puede un niño soñar cosas así?» (p. 26). 

Así, la novela plantea el misterio desde la pista y el rastro, haciendo de las omisiones partes importantes en la experiencia de lectura. Estas plantean el conflicto entre la experiencia personal y la opinión pública que nunca sabe toda la verdad. La autora trabaja conscientemente este armazón: «Un montón de hilos desplegándose invisibles, un hilo curado traspasando vísceras, atrapando secretos» (p. 38). La rareza es la huella que se extiende y explica las acciones de los personajes. Al atar cabos mediante un juego de velar-develar –posibilitado por la función metafórica entre mito y realidad–, la lectura produce el efecto abrumador y repentino, tal como ha señalado la autora, de tener una flecha clavada en el cuerpo

Esto es parte de lo que nos entrega Bernardita Bravo en su primera novela. Un texto oscuro, no solo por su tema, sino también por su construcción y conciencia que propone un sentido fragmentado para un tema controversial: «la irrupción de algo que no logra nunca entrar del todo en el régimen de la significación» –citando la propuesta de Kottow y Traverso–y que en vez de acercarse a alguna versión de la verdad, se aproxima más a un vendaval, algo así como un rumor perpetuo de pueblo. 


Bernardita Bravo Pelizzola (Santiago, 1980). Es licenciada en Literatura y Estética, y Máster en Literatura en Madrid. Actualmente coordina programas de fomento lector en bibliotecas escolares. Estampida es su primer libro de cuentos y en 2023 publicó No reinas, su primera novela.

Cristofer Vargas Cayul (Santiago, 1993). Fue becario de la Fundación Neruda en 2015 y obtuvo el primer lugar en los Juegos Literarios Gabriela Mistral 2019, mención cuento. En 2021 publicó la novela Iluminación artificial (Provincianos editores). En la actualidad imparte talleres de escritura narrativa. 

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