Matías Fernández, el Chavo del 8 y la crítica chilena

Diego Leiva Quilabrán

Matías Fernández anunció su retiro del fútbol a inicios de este año. Cuando leí la noticia, pensé en cómo era posible, si Matías Fernández tenía, a lo más, 28 años. Pero no: tiene 37. ¿En qué momento? No soy un apasionado militante del fútbol, mucho menos manejo estadísticas, como sí lo hacen varios amigos. Pero recuerdo que explotó en Colo-Colo, que fue mejor jugador de América y que en algún momento jugó en el Villareal y la Fiorentina. Y claro, ¿cómo sería posible que tuviera solo 28 años si entre el 2006 que fue premiado a nivel continental y hoy han pasado 17 años? No me di cuenta cómo envejeció y ahora lo veo: el mismo gesto canuto, pero con la piel más curtida, los gestos más toscos y hablando poco, como siempre, pero con una madurez notable.

No soy un apasionado militante del fútbol, pero sí me gustan las analogías y las coincidencias. Cuando hace poco Alejandro Zambra fue reconocido con el Premio Iberoamericano Manuel Rojas, la Fundación que resguarda el patrimonio del autor de Hijo de ladrón comentó en X que el premio se lo llevaba un “joven autor chileno que ha logrado construir una obra con personajes y situaciones locales haciéndolas transcender y alcanzando la universalidad”. Joven. Reviso Wikipedia: “Alejandro Andrés Zambra Infantas, (Santiago de Chile, 24 de septiembre de 1975)”. Mil novecientos setenta y cinco. Cuarenta y ocho años. Ahí veo un síntoma. No es mi idea empezar a darle vueltas a cuándo uno se hace viejo. Pero sí reclamar el estatuto de juventud para una literatura que no es la de Zambra. 

¿Cuánto ha envejecido la literatura chilena?, ¿cuánto se la ha dejado envejecer? A propósito de esto es que quiero intentar algunas ideas sobre el debate actual.

Llevo pensando en esto un buen rato, al menos desde 2018, cuando en una clase de literatura chilena reciente con Ignacio Álvarez (en cuya bibliografía no figuraba ninguna ficción escrita por la generación de Zambra), nos preguntó si la transición había acabado. Recuerdo que dije muy rápido que no. Ignacio me retrocó que cómo que no, que mucha agua había pasado bajo el puente, que había un tema con cierta renuncia generacional al poder, a diferencia de hoy, y que al menos tendría que replanteármelo a la luz de algunos hitos como la Revolución Pingüina del 2006, por ejemplo. Hoy puedo sumar un par de hitos más: el estallido social, los procesos constitucionales abiertos y el gobierno de Apruebo Dignidad. Sumando y restando, me atrevería a decir que el ciclo político es distinto.

Entonces, si las condiciones materiales y sociales para escribir ficción han cambiado, el tablero debería haberlo hecho también. No solamente se escriben ficciones distintas, sino que las preguntas y los valores para responder han cambiado. ¿Por qué seguimos pensando en la juventud de Zambra?, me pregunto. Y tomo otra pregunta, una que se hizo Roberto Careaga en un texto publicado hace poco: ¿Nona Fernández puede seguir hallando más pliegues en la memoria? 

Tengo dos respuestas tentativas y una explicación a medias que las reúne: seguimos pensando en la joven narrativa de Zambra porque le hemos dado suficiente margen para seguirnos imaginando como niños y para representarnos en el mercado internacional, porque, hay que reconocerlo, tiene una habilidad importante con la lengua franca de la literatura en español y para España. Por otro lado, Nona Fernández no puede seguirle encontrando más pliegues a la memoria, que La dimensión desconocida haya sido un éxito afuera, como Nayareth Pino Luna indicó en su cuenta de X, no es el problema, el problema es que ese libro, junto con Voyager, son los últimos capítulos de una forma de vincular literatura y memoria que se han estancado. En ambos casos, me parece que lo que tenemos hoy son formaciones residuales que, a falta de crítica, se han perpetuado como dominantes. Son autores/marca, porque ante la falta de crítica actual, lo que ha tomado el mando de nuestro canon es el mercado y la publicidad transnacional. Cosa curiosa porque la llamada “generación de los hijos” ha sido la única expuesta sistemáticamente a la crítica, aunque también ha evolucionado (o dejado de hacerlo, según el caso) al alero de su desaparición.

No quiero hacer ver a estos dos escritores como dañinos y aprovechadores, solo creo que es momento de reconocer el agotamiento de algunos proyectos, de declarar su ausencia de juventud. Pablo Ortúzar, en una bullada crítica publicada en La Tercera, habló de la monetización de la memoria por parte de la izquierda. Me parece que los proyectos que pueden decir que subsisten por fuera de las lógicas del capital son muy pocos. Para todos los demás, queda la monetización o la inexistencia. Pero la cancha es una sola, y antes de autoflagelarnos por las acusaciones de comunismo-con-Iphone, hay que saber las condiciones en las que producimos. Incluyendo en las que producimos ficciones. Cuando digo que la vara se ha vuelto el mercado, el éxito y los ecos del éxito, topo en algún punto con los autores/marca. Este concepto lo saqué de la columna de Lorena Amaro que inició toda una discusión hace años, “¿Cómo se construye una autora?”. Ahí habla de autoras/marca para hablar de autorías que mercantilmente han prescindido de la preocupación por un proyecto estético literario, sin una trayectoria que los consolide más que su marca. Quiero hacer una salvedad aquí, porque estoy pisando una línea delicada: creo que estas autorías/marca (para hablar de voces en general y no solamente de escritoras) pueden formarse no tan solo desde el posicionamiento inicial de una imagen “sin trayectoria”, sino que trayectorias antaño sólidas pueden ser carcomidas por su propia imagen. Quizá el caso Vargas Llosa sea el más reconocible. Reconozcamos, por favor, el riesgo de mercantilizar nosotros mismos las formas de la memoria.

Cierta vez, una pésima profesora universitaria me comentó que no le gustaba la obra de Nona Fernández porque no admitía cómo era posible que alguien hiciera esa suerte de, cito, “realismo mágico” con algo tan serio y horroroso como la dictadura. Coincidimos todos en la experiencia seria, horrorosa y a fin de cuentas espeluznante que trae coletazos hasta hoy. Sin embargo, discrepo profundamente en el resto de la sentencia. Hacer memoria es también buscar símbolos, metáforas, para agarrar la experiencia y transmitirla –parafraseando a Benjamin, cada narrador hace lo que puede con lo que tiene para intentar compartir una experiencia–. Sin embargo, cuando un modo de contar se repite hasta agotar el mundo y una voz narrativa que no se aleja de un yo siempre igual a sí mismo, empieza lo problemático. Ya mencioné La dimensión desconocida Vóyager como textos participantes de esa certeza; pero habría que agregar Poeta chileno, desde otro lado, como la salida parodiante de un esquema agotado, en el que no hay más autoficcionalidad que escarbar. Autoficción o ficción de los amigos, que se le parece bastante a ratos. Esas son formas de enfermar la memoria y un sistema literario: impedir que se transforme o negarse tozudamente a reconocer el agotamiento de una fórmula, vendiendo cada nueva obra disfrazada de novedad, como pide el mercado, o de necesidad, como mandata la memoria. Comparto el diagnóstico de Nayareth Pino Luna al respecto de la novedad y lo extiendo al revestimiento de necesidad: están destinados a la mediocridad.

Una vez en un taller, cuando mi amiga Gabriela Alburquenque leyó un texto que estaba trabajando, le dije que no sabía si la forma de su escritura era estilo o solo comodidad en un uso de la voz que ya había visto en su novela Aviso de demolición, que me había encantado. Con ese comentario, me di cuenta después, le creé un fantasma, un doble de ella misma que hasta hoy le pregunta eso mismo. Ahora nos reímos y acordamos que es una duda legítima a la hora de pensar en el estilo y en el valor de una obra venidera: ¿por qué estoy escribiendo esto? Si al lector que consume, trabajador y con recursos limitados, la crítica puede hacerle el favor de separar los libros en que vale la pena gastar su dinero, según criterios con los que podemos estar o no de acuerdo, según determinada comunidad de intereses, para el escritor cumpliría otra función. La crítica es la maquinaria por la cual se construyen fantasmas. Esos fantasmas serían como poltergeists, que tiran los platos, mueven muebles y pegan empujones a la escritura. Ahí verá el productor de textos si decide volver a dejar todo como estaba o mantenerse alerta. ¿Qué hace un escritor sin fantasmas o sin nuevos fantasmas?

Los talleres pueden ser esas versiones en miniatura de la crítica, donde se ejercita entre pares y donde, de nuevo como síntoma, parece que tenemos miedo de disentir, miedo del personalismo y nos quedamos con una seguidilla de “me gustó”, sin desarrollo. Así, en esas granjas de hormigas que pueden ser los talleres, o de escuelitas de influencia, según el tallerista, nos topamos con una versión estructuralmente similar, una microcomunidad lectora que peligrosamente, sesión a sesión, va estando de acuerdo consigo misma. Hasta niveles deplorables, en que “talleres de futuros escritores” terminan convertidos en cháchara de reivindicación de clase, de poder y siendo el último bastión de autores en franco retiro.

Duele menos el odio que el olvido, dice el bolero. Y quizá valga más el enojo que el olvido contra autores de una generación que una vez entregó la novela a la historia de los padres, para heredarnos la obra del afecto cortado, del proyecto trunco, el relato mínimo, íntimo, plegado hacia dentro porque afuera parece que no había nada. Autores exitosos, sí, pero que han envejecido más de lo quisieran desde que dieron con una fórmula.

¿Qué opción hay para intervenir? Dejar de pensar que la literatura del presente tiene las formas del pasado, dejar de pensar que la juventud está atrás y no en el presente. Reconocer la juventud de formas que, haciéndose cargo de la memoria, la tienen como punto de partida y no de llegada. Una obra totalmente abierta como Autor material de Matías Celedón, por ejemplo. Relatos cuyos problemas manifiestos están en los niños que abandonan a sus padres o resienten su presencia, como Qué vergüenza de Paulina Flores, un éxito en el año de su publicación. Incluso aquí agregaría la novela de Gabriela Alburquenque, que elige otra forma de memoria, la de la familia que no hablaba de política, que desmigaja la intimidad de otro modo. Hay que reconocer que, si existiera algo así como una “literatura de los nietos”, tendría más escenas de rechazo y negociación, como el panorama político actual, que de continuidad. 

Hemos dado licencia de juventud a la tradición. Y la tradición es importante y se mantiene activa y vital cuando se reimagina y se ofrece al lector contemporáneo, cuando se lleva hacia lugares nuevos al interior de una comunidad de lectores, siguiendo algunas ideas de Mark Fisher en su Realismo capitalista y de Noé Jitrik en El grado cero de la escritura. Si no, lo que empieza a ocurrir es algo así como un síndrome del Chavo del 8, en que vemos envejecer en pantalla a rostros que insisten en llevar el mismo ropaje, simulando ser niños, disimulando su vejez. Esto no es automático. Si estas semanas se han levantado opiniones sobre la falta de crítica, hay que saber que es una falta de crítica al interior, por y para una generación de literatura joven. No es solamente la falta de crítica pública el problema, y hay que saber que no es una condición abstracta fuera de la historia. También lo es la supuesta eterna juventud de críticos y criticados, el disfraz de vanguardia.

Una respuesta a “”

  1. […] Chiuminatto en ese mismo medio, además de textos de G. Soto y Diego Leiva Quilabrán en Lo que leímos y Origami, respectivamente. Lo primero que tienta decir es […]

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