Envueltos en papeles
Apiachere de Juan Manuel Silva

Juan Pablo Rodríguez

¿Después de cuántas capas atravesadas de duelo podemos volver a reírnos con nuestros muertos? Si los poemas sirven para hacer preguntas, a la sociedad, a las instituciones, al lenguaje, a sí mismos, esta es una de las preguntas que instala Apiachere (La calabaza del diablo, 2023). Y lo hace con humor, plasticidad y un tono un poco tristón que vigila –a veces de cerca, otras de lejos– que el juego no devenga en chacota. Aunque chacota es una palabra que perfectamente podría haber titulado alguno de los poemas de Apichere, junto a «entre Pelequén y Rengo», «Chantas culiaos», «Demetrio y medio» y «Cachen, se lo pitió». E intuyo que al autor no le molestaría describir el juego que propone el libro en esos términos. Se trataría en cualquier caso de una chacota cuidadosamente elaborada, y que inocula una atmósfera pensativa a la risa celebratoria.

«Andamos apiachere envueltos en papeles». En la canción de Maickyel, que le sirve de epígrafe al libro, los papeles son billetes que revolotean y envuelven con su atmósfera el jolgorio urbano juvenil. En el libro, los papeles en los que vamos envueltos son poemas de los noventa, es decir, escritos e impresos, y los lectores estamos invitados a entrar en ese ciclón millonario que no da ni uno que es la poesía. La lectura de Apiachere es un lento paseo en un auto sencillo por papeles que nos envuelven y, al hacerlo, nos invitan a participar de una memoria y un ritmo singular, en cuya intersección asoma la visera de su jockey un sujeto que porta con orgullo las señas de su clase, de su época y de su individualidad. Un sujeto colectivo. 

Me alegré cuando supe de la publicación de Apiachere. Tenía curiosidad por comprobar una hipótesis que me he formado con la lectura de los libros de Juan Manuel: en sus libros siempre hay un sindicato; o más específicamente, a sus poemas los recorre una delicada pero fuerte hebra sindical. Los sindicatos son viejas formas de organizarse para contrarrestar los abusos del capital, pero son también espacios donde guardar la memoria de las victorias y, sobre todo, de los fracasos. Son figuras del pragmatismo y de la esperanza: se gana poquito; considerando la magnitud del oponente, nos vamos a pérdida siempre, pero vale la pena. 

La hebra sindical trabaja en hacer memoria de lo que nos une con los muertos, los antepasados y una época. La nostalgia puede ser una forma de culpa trabajada y, como efecto de ese trabajo, adelgazada hasta lo imperceptible, lo que en estos poemas se manifiesta, por ejemplo, en «Entre Pelequén y Rengo»:

En fin: cachos, diría mi papá

          Cavidades que buscan llenarse 

                                      como esta

                                      descansa

                                      en su doble.

         ¿Y Boston?                                                ¿Y Bosnia?

         Pero es charcha:

                                      exceso de alegría o emulsión.

En «Chantas culiaos, los tengo cachaos», después de citar a Anne Carson:

la realidad tiene capas     

                                                  amargas,

                                                  por eso la metáfora

del corazón

   al fondo 

              la superficie

                                                  amilana y asienta.

Eso

O A. Carson,

la mente que controla

la mano que aprieta

(waaaaaaaa, la ½ volá)

O en «Escoja, dijo la sorda»

Mi padre era bueno como un reloj deportivo

la pana, una cesantía 

               sin trabajadores ni explotador

una calle el día domingo

                 un mancito a caballo

                 que busca

dónde ver el partido.

Sindicato, memoria generacional, padre. Juanma recupera dichos, tonos, y frases ochenteras y noventeras, que aún podemos escuchar en un paradero o afuera de una panadería. Propio de la sintaxis chilena, la voz de sus poemas ejercita una timidez que se revela y luego se arrepiente, solo un poco, para volver a insistir; extrae el jugo de sus aliteraciones y va construyendo poemas graciosos, tristes y hermosos. «La muerte es una construcción con muchos obreros», escribió Juanma en otra parte. Y este libro es una descripción detallada y literal de cómo opera esa construcción. Sigue: «El mundo que vivieron nuestros padres desaparece en nosotros y somos imágenes tanto de ese ámbito que morirá junto al siglo XX, como de las familias y los familiares que se despiden». 

Tanto en Trasandino (La Calabaza del Diablo, 2012) como en Casimir (La Calabaza del Diablo, 2014) esta pareja, extrañamiento y extrañar, camina sin estorbarse, aunque el mecanismo que la aceita es distinto: si en elprimero el peso de la indeterminación está en un nivel semántico, en Casimir está a nivel de la sintaxis. Apiachere se pasea entre el espacio dejado por ambos apoyado en música. La musica es un medio más natural para desdibujar la sintaxis a la que nos acostumbran el paso rutinario de las cosas: si en «Casimir» la lengua desnaturaliza su uso comumicativo mediante la rareza de observar todo muy fino, en detalle, aquí se extrema la sed comunicativa, se pliega y nos regala cosquillosos artefactos como estos:

La muerte vibra en la mente

                          como el celular de una pyme

en declive

Las termitas palanquean a los perros

en su sueño de aserrín y polvo.

Los dientes se confunden con semillas.

La luz porta un diccionario de chercanes.

Dime qué lobo marino soporta

                           un trabajo de ocho horas

No es equilibrio la palabra que mejor describe la capacidad de estas esclusas hechas de versos para detener el aire y reorganizarlo para que siga su flujo; es maña del que sabe, con oficio, distribuir versos. En Apiachere hay oficio, memoria, y varias pistas para volver a reirse con los muertos.

  En fin. 

La vendí. 


Juan Manuel Silva (Mendoza, 1982).  Licenciado, magíster y doctor en Literatura Chilena por la Universidad de Chile. Ganó el Premio Mejores Obras Literarias inéditas, el año 2013 en poesía, por el libro Casimir. Publicó Italia 90 (La Calabaza del Diablo en 2015; reeditada el 2021 por Banda Propia editoras), Bruto y Líquido (Ediciones am, 2010), Cetrería (Piedra de Sol, 2011), Trasandino (La Calabaza del Diablo, 2012), Casimir (La Calabaza del Diablo, 2014), Acerca de personas (autopublicación, 2016), Ornitomancia (Bastante, 2017), Exterminio (Komorebi, 2019), Apiachere(La Calabaza del Diablo, 2023) y Sanatas (Lautino Rosa, 2023). Tradujo los libros La roca de Wallace Stevens (La Calabaza del Diablo, 2014); Amistad, amor y matrimonio de Henry David Thoreau (Montacerdos, 2019) y Los lenguajes mueren como los ríos de Carl Sandburg (UACh, 2021). Ha sido colaborador en Cuarto Propio, Editorial Lastarria y las ediciones del Ministerio de las Culturas de Chile. Fundó junto a Luis López-Aliaga y Diego Zúñiga la editorial Montacerdos el año 2013 y actualmente es editor de Editorial Planeta en Chile.

Juan Pablo Rodríguez (Talca, 1985). Doctor en sociología por la Universidad de Bristol. Ha publicado Shanghai(Alquimia, 2015), Sobre el movimiento de las estrellas fijas (Editorial Aparte, 2018), Ocho Urracas (Editorial Aparte 2021), ¿Oyes dormir a los helechos? (Deriva, 2022) y No se vaya a secar esta lluvia (Editorial Aparte, 2023). Obtuvo el premio Juegos literarios Gabriela Mistral y la Beca de creación literaria del Consejo Nacional del Libro. Es cofundador de la editorial Banca de Helechos. 

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