Celebrar
Prólogo a Celebración de Javier del Cerro 

Thomas Harris

“El final es una tormenta con truenos / y un tiburón en la playa / a un mes de mis

cincuenta y tres años. / Celebro y canto”

Celebración, Javier del Cerro, 

“I have heard what the
talkers were talking, the talk of the beginning and the end; But I do not talk of the beginning or the end”

Song of Myself , Walt Whitman

“La vida no se trata de encontrarte a ti mismo; se trata de crearte a ti mismo. 
Así que vive la vida que imaginaste”

Henry David Thoreau

Celebración del poeta Javier del Cerro (Pampa Negra, 2023) es una forma poética de celebrar la vida, en tanto reconstrucción de su propio ser, y, también, de la poesía en tanto una forma de dar un giro luminoso a la poética más oscura, urbana y violenta a la que estamos acostumbrados a estas alturas del siglo XXI, y a la manera pesimista que suele hoy por hoy predominar el discurso poético de ver el Mundo. Al leer Celebración, lo primero que se me viene a la memoria poética es, por supuesto, Walt Whitman, el bardo norteamericano que optó por cantar ya sea a la urbe, al mundo en decadencia, a los otros en combate existencial consigo mismos, como a sí mismo. 

El Canto a mí mismo se nos impone como un intertexto inevitable: Whitman fue, sin duda, valiente al proponerse como objeto de celebración en la poesía moderna, en tiempos en que el mundo ya se desmoronaba como sociedad y forma de vida. Así, en la modernidad de las ciudades y lo más propicio a lo evidente, sería una suerte de sumirse sin remisión a ese Mundo sin esperanza. Creo, que el canto whitmaniano fue un gesto de girar la percepción, dado que no fue una mirada hacia su ombligo, sino a la posibilidad de que el poeta se percibiera como un sujeto que podía, sin alejarse de las «horribles» ciudades rimbaudianas (en New York, la gran urbe, encontró la solidaridad entre oprimidos), verse a sí mismo –el tantas veces deplorado yo de Cioran, casi cien años más tarde como objeto de sublimación, vital y erótica.

Javier del Cerro en Celebración tiene un gesto (di)similar al desplazarse desde el aparente inevitable horror urbano y un mundo en derruición, al crear, desde sí y para sí un espacio arcádico, pero no por eso irreal o ingenuo; un locus, como diría Fray Luis de León, ese lugar amoroso al «que los pocos sabios del mundo han ido». No puedo obliterar en Celebración al conocimiento que tengo del poeta Javier del Cerro, como hombre, como ser humano y su trayectoria vital, desde una suerte de malditismo juvenil a un ahora que opta por la salvación del hombre –él, Javier del Cerro como sujeto, un posible ethos del mejoramiento, tanto vital como poético, viajando (todo movimiento es un viaje inaugural) desde sus tiempos de poeta maldito y su mirada del mundo como un espacio indeseable, a un lugar lingüístico, textual y también visceral, mejorado o en un proceso. Una poética que apela al cambio en su decir, en el sentido que los vahos etílicos, el alcohol, la autodestrucción tan propia del poeta «moderno» –desde Baudelaire hasta los beat– se abandonan por elección, y el sujeto textual y vivencial se desplaza a otro espacio: desde Coquimbo de Chile, fétido a putas, mariscos, bohemia, asesinato, muerte de puerto fatal, en un retahíla, en el buen sentido, de alegorías, paisajes y metáforas, que lo trasladan a un lugar que no solo se inventa, sino, por voluntad propia y poética, se vive con convicción y goce. Como una suerte de «percepción de daños» se reubica en una playa de Uruguay –quizá el mejor país sudamericano- con su mujer, su compañera y sobre todo hacia un paisaje que lo revive como hombre, pero que también le hace renovar su palabra.

Si uno, como yo, lo visita a Javier en sus fotografías, por ejemplo, publicadas en Facebook, espacio de exhibición o autoexhibición –lo que no es negativo ni positivo, sino una manera de autorretrato tecnológico, no sé ya si sin o con aura, en esta hipertrofiada modernidad, tantas veces moral, poética y estéticamente–, se le ve a Javier del Cerro, barbado, junto a un mar luminoso, mirando al que lo mira con una mirada también luminosa, renovada y optimista –nótese y véase el término en su etimología– no del todo como un poeta whitmaniano, que a fin de cuentas alabó New York como urbe moderna y como espacio solidario de los desposeídos. Quizá más, como un Thoreau que opone el cuerpo y el espíritu a un mundo enrarecido e indeseable, y valiente, alejado de los tantas veces mitificados espacios degradados de la urbe burguesa, opta por lo otrola naturaleza. Un hombre que elige una vita nova en un lugar donde se puede recrear el ser a su modo.

Celebración se me aparece así, como un extenso poema unitario y valiente –insisto en el término– donde el sujeto lírico y el vital, el que subyace los poemas, opta por un bel vivir más que un mal vivir, o una muerte autoinflingida en una modernidad que ya no salva ni vuelve heroico a quien la abraza, sino que destruye al Ser. A contracorriente de todo lo que leemos en las múltiples miserias aparentemente posmoheroicas de la poesía que padecemos nos inflige hoy por hoy. Por eso creo que Celebración es un retrato de la heroicidad cotidiana del bardo –ese término del que canta tan jugado– a lo Thoreau, y que se adentra al mundo, su mundo, con otros espacios luminosos, con los seres-animales, peces, moluscos, vida pura y a veces considerada fatalmente insensible, que lo pueblan y despueblan, que lo desviven y reviven.

En Celebración, Javier del Cerro ha creado un ecosistema, un microcosmos del mejoramiento del hombre y se adentra en él, con todo su cuerpo –presente, permanente e impermeable, siempre, en el poema– a vivirlo con el gesto tan inescrutable de la felicidad y la dicha de ser, que lo exhibe con un erotismo y una vitalidad que solo él sabe vivir sin pena ni miedo, solo con placer y razón emocional, también, y tanta intensidad de ser; mas tampoco con un orgullo obsceno de lo logrado, todo lo contrario; con humildad de ser feliz, con una suerte de ataraxia que lo embarga al rencontrarse con el todo Universal y natural, hasta donde pueda haber naturaleza, aún. Celebración, finalmente, es celebración y goce –con mucho de erotismo primario y esencial– de lo que se nos va de entre las manos: la suerte de poder ser, sino feliz, pleno. Y la plenitud en estos tiempos que vivimos, de un mundo que se desmorona por causa de la o las modernidades, tantas y descentradas, es un gesto de trasgresión y resistencia.

Un poeta que se resiste a la muerte y abre su corazón deseante al goce, es un poeta que canta a la vida, y al cantar la vida o a la vida, al cuerpo como espacio renovado, al cuerpo como lugar del canto y para el canto, vaya, que hay que ser jugado y contracorriente para vivirlo y cantarlo. Y en Celebración, lo que hace Javier del Cerro, a contracorriente de la angustia y el élan fatal al que estamos acostumbrados, es resistir: con el cuerpo, con el deseo, con no poco de nostalgia, pero también de esa valentía que insiste en sobrevivir y no arrojarse, ya a la muerte ineluctable a la que nos ha dado la poesía moderna. A la muerte y su mortuoria versificación de los túmulos fatales.

Celebración nos llama a eso: a resistir, a transgredir los designios modernos de la muerte, a poner el pecho a una degradación y forma de vivir que no remite a la vida sino a su contrario: una suerte de delectarse con la muerte y la mortalidad. De allí surge lo revolucionario de Celebración, se opone a todo lo que la poesía posmoderna nos hace ver casi como inevitable y acaso deseable estéticamente en su decir: lo ominoso.

Acá se celebra la vida, el mar, los peces, el sol, la naturaleza pura en todo su esplendor, en esa «mar ida con el sol», la eternidad, como decía el mejor Rimbaud. En el mar y el sol y el hombre que la observe y la comparte con los otros, en todo su esplendor y goce.

*Este texto fue leído en las dos presentaciones que se realizaron de Celebración. La lectura el martes 2 de abril de 2024, en la Biblioteca Nacional, Santiago, fue realizada por la poeta Zuleta Vásquez; el 6 de abril de 2024 en la Galería Chile-Arte, Coquimbo, fue leído por Esteban Zamora.


Thomas Harris (La Serena, 1956). Poeta chileno, autor destacado de la generación de 1980. Profesor de Castellano con estudios en literatura hispánica. Su poesía se caracteriza por un sello visual, la intertextualidad y el horror cotidiano. En Concepción fue uno de los fundadores de la revista Postdata (1981), entre otros libros ha publicado, en poesía: La vida a veces toma la forma de los muros (1983), Zonas de peligro (1985), Diario de navegación (1986), El último viaje (1987) y Alguien que sueña, Madame (1988), Cipango (1992), Los 7 náufragos (1995), Ítaca (2001), Las dunas del deseo I (2009),La memoria del corazón (2021). En cuentos: Historia personal del miedo (1994), Sueño sin párpados (2014), Pequeña historia del mal (2015). Cuenta con el Premio Municipal de Poesía de Santiago (1992), Premio Casa de las Américas (2012) y Premio Ateneo (2009), entre otros. Actualmente dirige las Ediciones de la Biblioteca Nacional de Chile.

Javier del Cerro (Coquimbo, 1970). Poeta, estudió teatro en la Escuela Experimental de Arte (1985-1989) y filosofía en la UMCE. Ha publicado los poemarios: Perroosovacacangufante del Mar (1992), Signos en tránsito (1995), Ciudad de invierno (1999), Serpiente (2006), Abisal (2011) y Corpus carne (2020), además de escribir obras teatrales y editar los libros: Poesía chilena contemporánea, cuatro poetas y sus libros de Coquimbo y La Serena (1999) y Poesía chilena contemporánea, cinco mujeres poetas de Coquimbo y La Serena (2001). Su nombre figura en varias antologías: Poesía chilena para el siglo XXI (DIBAM, 1996); Antología de poesía chilena, compilada por Teresa Calderón, Lila Calderón y Thomas Harris (2018); y en Antología de poesía chilena, anotada y presentada por Max G. Sáez (2018). Ha recibido entre otras distinciones: Beca para Jóvenes Escritores de la Biblioteca Nacional (2000), Premio Municipal de Literatura de Coquimbo (2002), Beca de Creación Literaria en Dramaturgia (2008) y Poesía (2016). Actualmente vive junto a su compañera Beatriz en el balneario de Costa Azul, La Paloma, Uruguay.

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