«A modo de camisa cubrían mi espalda los poemas que había leído»: otro plagio
Presentación de Poemas somos que otros escribieron de Julieta Marchant

Nadia Prado

«Soy más yo que yo mismo,

ergo, más que yo, ergo,

otro y más otro que otro».

Antonin Artaud

Así he vivido por más de medio siglo, así ha vivido Julieta Marchant por más de 38 años. Con pasión por el más insignificante de nuestros sueños. Con poemas protegiendo nuestra espalda, con Poemas que otros escribieron. Espigando versos. Hace quince años conocí a Julieta. Cada vez que recuerdo ese encuentro pienso en las palabras de Anne Boyer en una entrevista para la Revista Ñ el año pasado: «La vida sin poesía no tiene ningún sentido. La poesía es la vida y cuando encontramos poesía, encontramos una razón para vivir». Sé que a Julieta, como a mí, la compromete este pensamiento. Estamos unidas y reunidas por ese amor, aunque no sepamos, exactamente, qué es la poesía, ni tampoco qué es la vida, porque si supiéramos, como anota Anne Carson, «qué es la poesía, no tendríamos necesidad de escribir», y la existencia sin esa necesidad sería una vida desprovista de sentido, carente de deseo, privada de libertad y despojada de imaginación. 

Con hambre de palabras impropias avanzamos alcanzando tiempos ajenos y pretéritos. Nunca nos separamos, nada se borra, volvemos, somos los pasos de otros. El amor que nos une y distancia: «Fragmentos, mezclas de poemas que otros escribieron», la luz de los poetas muertos. Cito a Julieta desde Montalbetti: «en las rocas hablamos con palabras de otro, su yo dice en tercera persona pero le sobra fe, lenguaje de lengua, inmensa ballena blanca». El poema, inmensa ballena blanca, un «modo de revolcarse» en las palabras, un lenguaje que es como el «Leviatán que deja un rastro brillando detrás» (Melville citando el Libro de Job) y luego cuando nos acercamos nos atrapa en su canto. El poema ensancha las branquias del pensar, pulsa el ritmo del deseo ante el desaliento. Nadar, es decir leer, flotar, es decir leer, tragar es decir leer, hundirnos para elevarnos y estar-en-común. Hacer brillar lo pequeño, saber que cada detalle, escribe Julieta Marchant, «borra la luminosa claridad de una idea general» y se obstina en las ausencias-presencias de páginas ajenas que escucha, haciendo que su trabajo de montaje se obsesione, se empecine y «se espaci[e] en el mundo» (Glissant), como si fuese un organismo cuyos elementos ensamblados nos hacen señas. Cito a Julieta desde Kurt Folch: «¿en qué estás pensando? / entre sílabas, acantilados // sobre piedras o conchas hubo dos alfabetos: no hay yo ni otro». 

Mientras Agnès Varda busca papas con forma de corazón en Los espigadores y la espigadora, Julieta Marchant caza palabras con formas del mundo. «Recógelo todo y nada se malgastará». ¿Plagio?, ¿robo? ¿apropiación? Por supuesto, pero plagio es allí donde «los lectores son como nómadas recolectores por los campos que no les pertenecen», allí donde «leer es espigar» y allí donde acontece el «escribir a causa de los otros» (Nancy). Julieta escribe, reescribe y transcribe. Hace inventarios, emprende acciones voluntarias, controladas y descontroladas, intermitentes. Extrae, expulsa, acaricia lenguajes impropios para remontar lo propio. Intuición, ritmo, estilo se vuelven teatros microcósmicos en su escritura, mutaciones psicológicas y físicas, formas y ritmos de la embriaguez. Anota junto con Hugo von Hofmannsthal, en el primer poema del libro: «algo innombrable me fuerza a pensar / —insensata y retórica— / en una ebriedad perpetua / apenas pude comprender». Espiga los frutos, los poemas que penden y asoman, esos «tesoros vanos / entre lo que sé y lo que no sé», le hace decir Julieta a Amanda Berenguer o Amanda a Marchant. En esa ebriedad Julieta Marchant viaja por los libros, como Agnès Varda por Francia, filmando a los espigadores. Esos traperos y recolectores urbanos que buscan entre la basura y hacen que «el residuo / fluy[a] hasta deformarse» (Ammons). Filosofía antiego, como la de Jean Laplanche, frente a la cámara de Varda, diciendo que todo se trata de «el otro sobre el Yo», de «el uno mismo [que] se origina en el otro». «Poesía antiego», «el yo en el otro». Búsqueda por necesidad, por azar y por deseo, caza de mundos y objetos desechados, sorprendentes. Julieta con sus personajes, como Varda con los suyos, se vuelve una recolectora que selecciona y recoge. Cosecha y espiga imágenes que vislumbran mundos ajenos para el suyo.

Estos poemas no son de nadie, son de todos, son, como anota Butler, «una forma de sensibilidad que implica una desposesión de lo egológico», cuando releemos marcando palabras y frases. Se pregunta Julieta Marchant, a través de Sylvia Molloy, «a qué precio se es poeta», luego «nadie puede contestar», solo gravitar cuando se abre la branquia del lenguaje, cuando, «el no se llena de sí», cuando alguien «aprieta las fallas del lenguaje» y nos preguntamos si acaso este «estará incubando en otro lado». En Poemas somos que otros escribieron la experiencia de la lectura y la escritura es esta incubación. Julieta, cazadora, le da calor a aquello que no quiere dejar atrás. Inmiscuye las manos y el pensamiento en la escritura, enreda sus dedos en los poemas. Escribe junto con Oppen: «imagina que la lengua brilla entre las hojas ese punto esa coma ha puesto en el mundo la violencia de la semilla en la comprensión alguien hizo flotar la carne ¿palabras toman forma? tallos bulto azar plumas de barro en lo múltiple —cuál refugio— carece de centro».

Plumas de barro en lo múltiple, las plumas del ave que sobreviven al cuerpo, como con las que se encuentra, dice Julio Barriga, el poeta en el desierto y tiene «que armar […] un ave… que además debe volar». Julieta en sobrevuelo por las páginas se adentra en las líneas de otros como si fuesen caminos. Escribe desde Blanchot: «¿hay alguien ahí para escuchar? // entre dos puntos de dolor, el camino más corto / en la miseria del verso libre / felizmente / hemos amado: única sobrevida / que no sabríamos desmentir».

Julieta Marchant es una espigadora que compone desde una alteridad radical, se apropia habitando lo ajeno. Recoge, espiga y caza. Recrea un ritmo desde la desesperación propia con la desesperación de otros. Poemas somos que otros escribieron, temblor, contenido latente este título. Hay poema del inconscientepoemas inconscientes. Entonces, esta vez, de nuevo se me aparece como un fantasma el Retablo de Isenheim de Grünewald hacia el final del libro Sobre árboles y madres de Patricio Marchant, que contiene el título del libro de Julieta: «Lectura del retablo como lectura de las expresiones de las manos». Manos que escriben, manos que leen y se leen, sin embargo, dice Julieta, con Aïcha Messina, «¿no es acaso aterrador el tiempo humano de la lectura?». Líneas en las palmas y los dedos como puertas abiertas. Allí se lee el inconsciente. Debajo de la imagen en color del Retablo de Isenheim una frase, la de 1984, «que eso somos: fragmentos, mezcla de poemas, poemas que otros escribieron», pero antes, 1983, en «Amor de Errazuriz fotógrafo», Patricio Marchant escribe: «Rigor del exacto distinguir: de la poesía, de la gran poesía, no debe ser dicho jamás que ella pueda ser conocida. Porque resolución, simbolización, de conflictos ejemplares, ante todo, en ella nuestros deseos e ilusiones, luchas y trabajos, nuestras esperanzas y derrotas se reconocen, se leen —que eso somos, poemas que otros escribieron. Así, sería necesario hablar de este modo: ese poema fui yo antes, allí, entonces, cuando, en ese tiempo; este poema —poemas ya estas formas de hablar— estoy siendo, aquel poema quisiera ser, sueño serlo».

Patricio Marchant, Gabriela Mistral, Julieta Marchant. Tres letras: MMM, cuestión del nombre, de su monstruosidad semántica, o quizás el inconsciente de tres autores elevado en un ensamblaje infinito, quizás el carácter asociativo de la poesía, y sea ella, para siempre, nuestro inconsciente. Marchant, Mistral, MarchantEntonces, se me aparece ese poema [que] fui yo antes, este poema —poemas ya estas formas de hablar— estoy siendo, aquel poema quisiera ser, sueño serlo. Ser con otros, ser con uno mismo en otro, pero en otros, estar-en-común, seguir siendo ese poema que fuimos.

Julieta Marchant hace avanzar el poema como si el tiempo fuera, Bergson mediante, una bola de nieve que se va agrandando y va hacia el futuro cargada de pasado, henchida de otros. «Yo no soy el otro, pero no puedo ser sin el otro» (Levinas). Todos esos otros y eso otro que somos atisbando al yo que, afortunadamente, se sustrae haciéndose otro que él. Impreciso e imprevisto, como el vago porvenir de la distancia, que reúne y aproxima irremediablemente siempre en la lejanía. Alboroto del lenguaje, laberinto de la alteridad, y de ese laberinto, discrepo de Marechal, es del único lugar del que no se sale por arriba. Solo queda internarse, hacer con otros desde otros, disiparse a sí mismo, sostenerse en el intervalo, desvanecer toda unidad, cubrirse descubriéndose en ese tiempo que aún no conocemos y olvidamos, pero que continúa. Es lo que ha hecho Julieta Marchant, que dice desde Montalbetti: «entre el mundo de afuera y el mundo de adentro / descubrí un estanque / soy las alas —me dijo— qué puede ser / el texto gira / pero le falta gravedad le falta la palabra “límite” le faltan grandes planicies le falta (…) / una voz humana alrededor». 

Lo que se agita en esta escritura maravillosamente yuxtapuesta es esa «relación imposible con la alteridad», que, quizás, anota Marchant con Carson, sea «una herida [que] arroja su propia luz», un poema que otra voz ha escrito, allí donde el otro (dice Julieta en una entrevista) «es un abismo que deseamos y que nos abruma a la vez». Cada uno un poema imperfecto, cada uno solo, anota junto con Oppen, «intentos de poemas [que] astillan la mente». Nuestros errores y negociaciones. Procesos cuyos restos se sostienen en el otro como posibilidad y balbuceo, porque Julieta no tiene intención de apagar el mundo de los otros ni interés por anularlos en un contenido conceptual para poner bajo sus preceptos. Sabe bien que no hay «concepto que pueda amortiguar la alteridad del Otro» (Guillot). Entiende que los poemas no son más que nuestras «rimas glosolálicas» que escribimos «entre la luz y la voracidad», dice cerca de Susana Villalba, cuando todo se vuelve, cito a Julieta Marchant con Lyn Hejinian, «el hueco entre lo que quería decir / y / lo que decía». Escribir poemas se produce por un grave trastorno del habla, por una ruptura en el flujo del lenguaje, hablo de mí, pero a cada cual le toca en la indefensión de la infancia un lenguaje incomprensible, que, quizás de adulto, logra apenas comprender. Me pregunto con Julieta desde Kurt Folch «¿cómo deshacerse del árbol / que en la cabeza intenta comprender?».

Todos debiéramos escribir libros como este, desatarnos de los hábitos propios, entregarnos a «lo que el lenguaje nos hace decir con el lenguaje de otros». En vidas mutuas balbucear, apoyarnos en su desenvoltura, en esa monstruosidad de nombres que nos acompañan: que eso somos: fragmentos, mezcla de poemas, poemas que otros escribieron. Una frase que continúa haciéndose, como accidentes que nos impulsan. «Nada viene a las palabras por accidente», todo viene a las palabras por accidente. El lenguaje se desplaza por una hoja llena de agujeros que cae, como la ceniza, sobre las faldas de Julieta. Lees un libro, las letras llegan a tus manos, las manos se abren, como las manos del Retablo de Isenheim en el libro de Marchant para que leamos en ellas la latencia de otros.

A cada instante los poemas que somos, éramos y fuimos, estamos siendo. Nacimos desnudos y ahora nos arropan los poemas, espigamos en un diálogo espectral, «el mundo se ha ido / yo tengo que llevarte» (Celan)Julieta emprende, en este nuevo libro, una experiencia escritural que implica aquello que sostiene Agamben en El final del poema: «Vivir la palabra como inagotable experiencia amorosa». Nos invita a tocar los poemas, a dejarlos hacer en nosotros, porque el poema, como la comunidad, «es lo que tiene lugar siempre a través del otro y para el otro» (Nancy). El poema recrea esos lugares en nosotros, persevera como un gran pez que se obstina en no ser atrapado y, cuando faltan las palabras, o por exceso de ellas, respira hundiéndose en el lenguaje. Escribe Julieta desde Lisa Robertson: «¿es felicidad o desdicha? // bajo el pasto, el brillo del alerce, en la transparencia una glándula siniestra dice: ¿podría aprender el asombro? entro por la bisagra, animales libres con cabezas de perro vuelan, deseo que se agiten». 

El lenguaje compone despejando la ruina y la opresión. Escuchas visuales en la oscuridad. Escuchas en vuelo: «Sin un oído la lengua se asusta» (Berger), «sin poesía el corazón se asusta». Hay que entender, escribe Julieta con Howe, que «el lenguaje del corazón posee otra gramática». Nadar, flotar, tragar, hundirse, copiar, plagiar, componer, espigar, respirar. Quizás debería decir de una sola vez: respigar. Respigar poemas, es decir, un organismo, tal vez una maquinita para averiar el desdén y la indiferencia de este mundo que se deshace. No hay que escribir para bajar la cabeza ni para obedecer, porque a la cabeza, incluso en las mazmorras, como escribe Julieta desde Oppen, siempre «le han brotado hojas: intentos de poemas, ¡palabras, hay palabras! (…) / el corazón late». Nadar, flotar, tragar, hundirse cuando faltan las palabras y en su ausencia bregar hasta que brillen de nuevo, a la espera, porque un poema es siempre la certeza de que hay alguien en la otra orilla, una «destinación abierta». El poema lastra para besar. Escribir un poema es el primer acto de amor. Escribir es estar-en-común y ser parte unos de otros. Y escribir con los poemas del otro, como lo ha hecho Julieta, es un acto redoblado de amor. Busca, entonces, dice Julieta con García Düttmann, «a un lector que ame». Creo que la poesía es mucho y poco, pero es muchísimo. Pensaba Dickinson que «todo lo que sabemos del amor es que el amor es todo lo que hay», pero todo lo que sabemos del poema es que el poema es todo lo que hay, pero poemas, otros escribieron, que eso somos, mezclas, fragmentos, poemas que son regalos, incendios, presencias «que difieren solo por su ritmo» (Patricio Marchant), actos de amor y de fe que rasgan el calco del mundo.

Bar Thelonious, Santiago, 3 de abril de 2024


Nadia Prado (Santiago, 1966). Licenciada en Filosofía por la Universidad de Arte y Ciencias Sociales (ARCIS). Ha publicado Simples placeres (Editorial Cuarto Propio, 1992); Carnal (Editorial Cuarto Propio, 1998); © Copyright (Lom Ediciones, 2003); Job (Lom Ediciones, 2006); y Un origen donde podría sostenerse el curso de las aguas (Lom Ediciones, 2010). Ha recibido la Beca del Consejo Nacional del Libro y la Lectura (2003), el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura (2004) y la Beca de la Fundación Andes (2005). Sus textos han aparecido en diversas antologías, entre ellas: Poesía latinoamericana del siglo XXI: el turno y la transición (Siglo XXI Editores, 1997); Antología de poesía femenina chilena del siglo XX: confiscación y silencio (Dolmen, 1998); Mujeres poetas de Chile: muestra antológica, 1980-1995 (Editorial Cuarto Propio, 1998); y Cuerpo plural: antología de la poesía hispanoamericana contemporánea (Pre-Textos, 2010).

Julieta Marchant (Santiago, 1985). Codirectora de los sellos Cuadro de Tiza Ediciones y Editorial Bisturí 10. Coordina talleres de poesía. Ha publicado, entre otros, los libros de poesía El nacimiento de la hebra (Edícola, 2015), Reclamar el derecho a decirlo todo (Pez Espiral, 2017; Jámpster eBooks, 2019; Editor Moinhos, 2021) y En el lugar de la mano el ímpetu de un río (Bisturí 10, 2020; Liliputienses, 2021; HD, 2021).

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