Felicia Rivera
*Este texto fue leído en la presentación del fotolibro El eterno retorno.

La fotografía es la escritura de la luz y esta es una publicación escrita con fotografías, fotografías que provienen de otra obra que he tenido la suerte de mirar y de remirar con anterioridad este año, razón por la que surgió la idea de oficiar como presentadora hoy día. Es para mí un homenaje ser parte de este momento en que es prolongada la vida de un trabajo colectivo de impecable factura y poderosa propuesta, alejado tanto del cliché, como de lo panfletario; aspectos que ya por separado constituyen un logro si son alcanzados, más todavía estando todos integralmente combinados.
La propuesta audiovisual de origen es de igual título: El eterno retorno, de 27 minutos y 45 segundos de duración, su coautoría es también de la dupla de autores de esta publicación: Roberto Mathews y Pablo Molina. Esa obra que fue desarrollada entre el 2014 y el 2016, propone una reflexión sobre un incendio en particular y sobre el desastre, así en general, a partir de registros audiovisuales y fotográficos de las labores colectivas de limpieza posteriores a la catástrofe, acaso como una inconsciente respuesta a la interrogante «¿y qué haremos con tanta ceniza?» del final del poema Visión de Hiroshima, de Óscar Hahn.
En continuidad a lo antes señalado, tanto en el mediometraje como en el fotolibro, podemos vislumbrar la tentativa de respuesta; ciertamente confeccionada como una «historia marcada por el tizne», citando palabras de Pablo Molina en el fotolibro. Una propuesta articulada de un modo altamente singular y que, acá en el fotolibro, está reseñada o re-presentada porque es otra estructura, otra ruta, otro soporte, en fin: otra obra, a pesar de que compartan el título que, al igual que el mediometraje, viene a ser un renovado memorial. El que hoy nos convoca inicia con detalles o planos cerrados de texturas y presencias del agua, para luego ir abriéndose a los planos generales o tomas más panorámicas, haciendo gala de un espléndido y atractivo diseño de tríptico en la horizontalidad del apaisado en algunas aperturas de página. Este fotolibro posee una vocación rítmica bien variada, que quien lea podrá ir gozando y descifrando, desde sus propias ópticas y pensamientos.
Como reza el colofón del fotolibro, todas las fotografías, tomadas por Roberto Mathews, y las notas que sirvieron de base a la escritura de los textos publicados, que son de Pablo Molina, fueron tomadas o realizadas entre abril de 2014 y junio de 2016, en vínculo con los trabajos de limpieza posteriores al gran incendio de Valparaíso acaecido entre el 12 y el 16 de abril de 2014, entre ocho cerros de la ciudad: Mariposas, Monjas, La Cruz, El Litre, Las Cañas, Merced, Ramaditas y Rocuant, pero además de la compartida autoría de Roberto y de Pablo, no puede dejar de ser mencionada y resaltada la trenza de trabajos llevada a cabo por Gonzalo Olivares Ríos con el diseño, la composición y la diagramación, en su sello editorial Corazón de Hueso, que hoy ofrenda públicamente este significativo trabajo.
El libro, objeto transportable por definición, acá puede recibir con total justicia ese carácter de bolsillo, por medir solamente 9×16 cm., en formato apaisado, con el embellecedor detalle de los bordes redondeados y el haber sido impreso acá en Valparaíso. La publicación abre con una cita o epígrafe que proviene del libro Almanaque (2007) del poeta Jaime Pinos, y que ahora cito: «Su madre / quema papelitos en el cenicero. / Escritos en ellos, / los infortunios del año que se va.» A grandes rasgos, la poesía publicada por Jaime Pinos posee una fuerte vinculación con el testimonio así como con lo documental: ámbitos y metodologías que también para este fotolibro es válido identificar como primordiales materias, por ello la sintonía temática es fundamental y pertinente: genera una coherencia que vincula poéticas, modos de reflexionar y modos de hacer.
El formato de bolsillo, junto con el de fotolibro, que por mera costumbre tendemos a imaginar de gran formato y en materialidades más resistentes, es una punzante apuesta por la simpleza: con humildad al tiempo, pulcritud y belleza. Adentro es la secuencia de imágenes la que ocupa prácticamente la totalidad de la publicación, donde se van alternando escombros, paisajes, árboles, perros, casas, personas, cada quien podrá recorrer esta propuesta visual y textual. Imágenes en escala de grises, a las que común o coloquialmente llamamos «en blanco y negro», justamente porque al ser impresas, resulta común que sea empleada únicamente la tinta negra en diversidad de mínimas tramas.
Sobre la disposición u orden de las fotografías, será mejor consultar con los propios autores, teniendo en cuenta que todo montaje es una posibilidad de lecturas, donde intercambiar la posición de fotografías en la secuencia propiciará otras. Acá, resumiendo: son poco más de cincuenta imágenes y poco menos de veinte textos.
Hay algunas imágenes que se combinan entre sí, medio fantasmagóricamente, y otro par –que quedará a la mirada atenta de quien vea y lea– que potencia conceptualmente el sentido del eterno retorno. El eterno retorno es, como muchas personas ya saben o intuyen: un tópico mítico que está anclado en concepciones basales y primigenias de muchas diversas formas de pensamiento, tanto religioso como secular, a través de los más dispersos territorios del planeta, propiciado por el sol y la ilusión de sus desplazamientos, así leemos en el fotolibro: «desde oriente nace / el sol y se oculta / en las aguas / al día siguiente // vuelve». Las ideas más modernas del eterno retorno, se las debemos mayormente a Mircea Eliade y a Frederich Nietzsche, pero acá no son el rigor filosófico ni el estudio de las religiones lo que ha conducido a los cineastas a valerse de este tremendo concepto, que al mismo tiempo puede ser tan cotidiano como cuando: «el perro gira en círculos».
A Valparaíso, valle del paraíso (‘val’ es acope de ‘valle’), le tocó ser nombrada mucho antes Alimapu: tierra quemada. Ali-Mapu, esa es anécdota conocida ya, como lo es, desde otro ángulo, el imaginario clásico de un Valparaíso propuesto por cineastas como Aldo Francia y Valeria Sarmiento en largometrajes como Valparaíso, mi amor (1969) y Amelia Lopes O’Neill (1990); por supuesto acá también podríamos sumar el clásico trabajo de Joris Ivens A Valparaíso (1962) e incluso ciertas fotografías de Sergio Larraín y pinturas de Camilo Mori,esa imaginería ya quedó como una estampa clásica, incluso ya un poco cliché, de un pasado a todas luces irrecuperable.
El siglo xxi, en cambio, parece ser un Valparaíso de una evidente decadencia in crescendo: el vivo retrato perceptible de una Babilonia en ruinas, en llamas. «Pero sabíamos también que Valparaíso era una metáfora y que toda metáfora era una suprema traición», nos dijo Eduardo Correa en su libro del 2003 «El incendio de Valparaíso». Valiosa publicación reeditada en 2015, también con algunas fotografías (de Jorge Godoy González, en ese caso). Situemos la fecha: 2003, publicación del libro «El incendio de Valparaíso», ya entonces existía una recurrencia en torno al tema incendios; diez años antes el tristemente famoso caso del incendio de la discoteca Divine, el año 1993 y en 2007 el incendio devastador en la calle Serrano, en el barrio Puerto.
Debemos tener muy presente que no solamente la aparición de descontrolados fuegos, intencionales o no, ha sido relativamente recurrente en las muchísimas décadas de Valparaíso, también han resultado ser funestamente protagónicos los terremotos, como el paradigmático del 16 de agosto de 1906, incluso las inundaciones y los severos aluviones, pero además los temporales: «La verdad es que no hay palabras / tan duras como el oleaje, / ni tantos dientes en el mundo / como en la cólera marina», palabras de Neruda en Datos para la marejada del 25 de julio (de 1968). De pronto sería algo escandaloso afirmar que a Valpo le fue asignado un destino trágico, pero de algún modo, esta propuesta eterna del retorno de lo trágico –de lo trágicamente real– parece no ser de proporciones ficticias.
Acá en Valparaíso, y en Chile a grandes rasgos, la tragedia y el desastre, son cosa recurrente para cualquiera que ha habitado el país por veinte o más años, a veces hasta menos. A todas las personas acá presentes nos ha tocado vivir al menos un terremoto, pero todas, además, hemos oído hablar de catástrofes socionaturales que asolan al país: desde erupciones volcánicas a tsunamis, pasando por ventoleras furiosas y naufragios, incendios por supuesto, sin hablar de las tragedias políticas, eventos naturales que afectan a la sociedad y que por eso es propicio designar socionaturales. No quería que sintieran que a continuación sólo hago una comparación, y ya con esto voy finalizando: emerge un paralelismo mordazmente real, el que me toca reconocer al mirar algunas de las fotografías de este emblemático trabajo, con escenas que observé, con mis propios ojos en Achupallas y Villa Independencia. Allá en los cerros de Viña brindando apoyo, luego del incendio de febrero del año en curso, en las ruinas y en los escombros, que son la escritura del fuego sobre la arquitectura, podemos reconocer esa misma desautoría: formas ennegrecidas, vidrio derretido ya vuelto voluta tangible, despojos, fierros retorcidos, en fin, toda esa tristeza material que antes fuera ciudad y adonde podamos leer en el doble filo: «El olvido suele ser remedio / para superar el desamparo».
Librería Fondo de Cultura Económica, Valparaíso, 23 de noviembre de 2024


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